Les voy a contar una historia que les
parecerá increíble. Una vez cacé un alce. Me fui de cacería a los
bosques de Nueva York y cacé un alce.
Así
que lo aseguré sobre el parachoques de mi automóvil y emprendí el
regreso a casa por la carretera oeste. Pero lo que yo no sabía era que
la bala no le había penetrado en la cabeza; sólo le había rozado el
cráneo y lo había dejado inconsciente.
Justo
cuando estaba cruzando el túnel el alce se despertó. Así que estaba
conduciendo con un alce vivo en el parachoques, y el alce hizo señal de
girar. Y en el estado de New York hay una ley que prohíbe llevar un alce
vivo en el parachoques los martes, jueves y sábados. Me entró un miedo
tremendo…
Dieron las doce de la noche
y empezaron a repartir los premios a los mejores disfraces. El primer
premio fue para los Berkowitz, un matrimonio disfrazado de alce. El alce
quedó segundo. ¡Eso le sentó fatal! El alce y los Berkowitz cruzaron
sus astas en la sala de estar y quedaron todos inconscientes. Yo me
dije: Ésta es la mía. Me llevé al alce, lo até sobre el parachoques y
salí rápidamente hacia el bosque. Pero… me había llevado a los
Berkowitz. Así que estaba conduciendo con una pareja de judíos en el
parachoques. Y en el estado de Nueva York hay una ley que los martes,
los jueves y muy especialmente los sábados
A
la mañana siguiente, los Berkowitz despertaron en medio del bosque
disfrazados de alce. Al señor Berkowitz lo cazaron, lo disecaron y lo
colocaron como trofeo en el Jockey club de Nueva York. Pero les salió el
tiro por la culata, porque es un club en donde no se admiten judíos.
Regreso
solo a casa. Son las dos de la madrugada y la oscuridad es total. En la
mitad del vestíbulo de mi edificio me encuentro con un hombre de
Neanderthal. Con el arco superciliar y los nudillos velludos. Creo que
aprendió a andar erguido aquella misma mañana. Había acudido a mi
domicilio en busca del secreto del fuego. Un morador de los árboles a
las dos de la mañana en mi vestíbulo.
Me
quité el reloj y lo hice pendular ante sus ojos: los objetos brillantes
los apaciguan. Se lo comió. Se me acercó y comenzó un zapateado sobre
mi tráquea. Rápidamente, recurrí a un viejo truco de los indios navajos
que consiste en suplicar y chillar.
imperdible!!!!!
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