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lunes, 8 de mayo de 2023

©EDITORIAL ATRAPADOS POR LA IMAGEN PRESENTA: MARCELO COLUSSI

 

CUENTOS PARA OLVIDAR

"DECISIÓN"

Nueva entrega del escritor:

MARCELO COLUSSI

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"Queridos amigos, Editorial Atrapados por la Imagen, es un espacio gratuito dedicado a nuevos artistas"

¡¡Gracias Marcelo por una nueva entrega y por confiar en Atrapados, te deseamos muchos éxitos!!




Ilustración: Laura Jakulis



"DECISIÓN"

1

   Mientras escuchaba la obertura Coriolano, de van Beethoven, tomó la decisión. Hacía tiempo que lo venía pensando, dándole interminables vueltas; a veces le parecía disparatado el sólo hecho de planteárselo. Muchas veces sonría con la ocurrencia, pero en realidad, en lo más recóndito, lo aterrorizaba; sabía que lo atraía demasiado. La música de fondo le pareció la más adecuada para el caso.

   –No querría llegar a esto, pero no le veo otra salida–, se dijo mientras subía el volumen al reproductor de sonido. Esa obra siempre lo había conmocionado; y más aún lo conmocionó cuando conoció, luego de haberla escuchadas infinitas veces, la historia del personaje evocado: Coriolano, el joven patricio romano que lucha entre el deber para con la patria y sus sentimientos personales, pugna que acaba por conducirle al suicidio. Nunca había leído el drama homónimo de Shakespeare.

Ahora vivía solo; había alquilado un pequeño apartamento en un barrio periférico en la ciudad de México. Con las colaboraciones periodísticas en varios medios, tanto en México como en diarios de otros países donde enviaba sus artículos vía internet, se ganaba modestamente la vida.

No le desagradaba estar solo. El rompimiento con Marta, su última pareja –había perdido el número de parejas que no prosperaron– no le significó mucho. Con ella, en verdad, había estado poco tiempo, no más de un año. Era sólo una más en la lista de los fracasos.

–¿Son fracasos? ¿Por qué hay que llamarlos "fracasos"?–, se preguntaba a veces. –

Entonces, los que no seguimos los modelos de éxito ¿somos simplemente "fracasados"?– No lo convencía esa idea; lo hacía sentir asqueado. –¡No, no puede ser! La vida tiene que ser algo más digno que ese vacío.–

Mario rondaba los cuarenta. No tenía profesión oficial; había comenzado varias carreras universitarias –arquitectura, periodismo, antropología– sin terminar ninguna. Era un gran lector.

Los golpes de la vida le habían modelado un carácter agrio; cada vez era más reservado, y más ácido en sus comentarios. 

Lo que más lo había conmovido en su historial de "fracasos, pérdidas y desilusiones", como gustaba decir no sin cierta mofa, era el hijo nacido muerto que tuvo en Nicaragua.

Con apenas veinte años cumplidos marchó en apoyo de la causa sandinista desde su Chile natal, cargado de esperanzas e ilusiones. Fue ahí que conoció a Luciana, una cooperante italiana con la que desarrolló el amor más intenso de su vida. Si bien no era voluntad de ninguno de los dos procrear un hijo, el niño llegó. Luego de pensarlo mil veces, decidieron tenerlo. Pero nació muerto.

–Beethoven nunca tuvo hijos tampoco–, pensó mientras seguía escuchando la obertura, opus 62, de una fuerza expresiva monumental, de una maestría tan lograda como pocas obras. ¡Por supuesto! Cualquiera que escuche esto con atención llegaría a la misma conclusión. Él, cuando comenzó con su sordera, también lo pensó.–

En su historia de decepciones podía mostrar muchas preseas, demasiadas: había sido torturado por la dictadura pinochetista, con ninguna pareja estuvo más de un año, nunca había tenido un trabajo regular. Hasta recordaba la maceta que alguna vez le cayó desde un balcón de un segundo nivel abriéndole la cabeza cuando pasaba casualmente por ahí. Internaciones había tenido cantidades: por el automóvil que lo arrolló en Santafé de Bogotá, cuando la apendicitis viviendo en Nicaragua, más dos complicaciones respiratorias en sus últimos años en México. Todo lo que le sucedía, o incluso lo que le estaba ligado indirectamente como la muerte de un hermano, tenía algo de trágico, de fuera de lo común (su hermano Alcibíades había caído de un avión en vuelo al abrirse por accidente una puerta del aparato).


2

–Schicksalsneurose, creo que se le dice en alemán, "neurosis de destino", según enseñó Freud–, reflexionaba mientras la obertura seguía su transcurrir imponente. –¡Este viejo cabrón se llama "Alegre" de nombre! ¿Por qué no me pasaría a mí algo así?–.

Mario tenía eternamente esta sensación trágica de su vida como, aunque por diversos motivos, lo había sido la de Coriolano. Sentía que jamás nada le salía bien. Era muy raro que sonriera; la risa le era algo desconocido. Sólo la lectura y la música lo entusiasmaban. Aunque no cualquier música: música sinfónica de van Beethoven y canto gregoriano era casi lo único que escuchaba.

–¡No hay que rendirse! ¡No hay que rendirse nunca!–, trataba de animarse, aunque en lo más íntimo sabía que estaba rendido. –"Que muerda y vocifere vengadora, ya rodando en el polvo tu cabeza"–, agregó citando versos de Almafuerte junto con los últimos compases de la obertura, cuando los violonchelos cerraban la epopeya en piano e morendo. Con lágrimas en los ojos –por la emoción de lo que estaba escuchando, por la decisión tomada– se dijo: –mañana mismo me pongo a preparar todo–.

Ideó varios escenarios; ninguno terminaba de convencerlo. Por supuesto que, fiel a lo que consideraba su diagnóstico lapidario, pensó no lograrlo. Hubo un momento en que estuvo a punto de abandonar la empresa. Pero sacando fuerza de flaquezas siguió adelante.

–"¡Que se rinda tu madre!"–, evocó en un momento. La cita lo trastornó; sabía que la había rememorado más de una vez, pero no podía recordar de quién era. –Es de un nicaragüense… pero ¿quién? ¿Carlos Fonseca?–.

La duda lo carcomía. Esa era otra de sus características: la obsesividad con ciertas cosas, con algún pequeño e insignificante detalle, o con la ortografía, podía llevarlo a situaciones de angustia insoportables. Más de una vez le había sucedido, como ahora, que por no recordar un nombre, una fecha, un dato colateral, fracasaba en algún proyecto. Buscó en los libros que tenía a mano, pero no pudo encontrar nada.

–"¡Que se rinda tu madre!,… ¡que se rinda tu madre!"–, sabía que lo había escuchado tantas veces en Nicaragua. Recordaba, incluso, las circunstancias en que había sido formulada la frase de marras: acorralado por la guardia somocista, el poeta guerrillero en cuestión la había proferido ante la orden de rendirse dada por el ejército cuando tenían cercada la casa donde se escondía. –"¡Aquí no se rinde nadie, que se rinda tu madre!"–, y siguió combatiendo hasta caer abatido.

–¿Y por qué yo no puedo hacer algo así? ¿Por qué tengo que rendirme?–

Decidió que enviaría tarjetas de invitación. Bastantes, unas trescientas, sabiendo que nunca asiste la totalidad de la gente invitada. –Con que venga una tercera parte me doy por satisfecho–. En un momento pensó poner en el texto la frase del poeta nicaragüense recordada el día anterior, aunque no tener presente el nombre de su autor lo hizo desistir de la idea.

El evento sería en la Torre de los Ingleses. Eligió un sábado por la mañana.

Se dio un mes para toda la preparación; quería atender cuidadosamente cada uno de los detalles, hasta lo más mínimo. Debía decidir cómo estar vestido, qué decir, cómo responder a las preguntas que sin duda le formularían. Pensó también si valía la pena invitar a la prensa; finalmente decidió no hacerlo, porque de todos modos, aunque no recibiera invitación, de una u otra forma cubriría el suceso.

Entre los elementos a tener en cuenta, consideró también si era pertinente contar con música. La idea lo exaltó.

–¡Claro que sí! ¡Buenísimo! ¡Por una vez tengo una brillante ocurrencia!–, se dijo exultante. Y pensó inmediatamente en la obertura Coriolano.

–Tendría que alquilar un buen equipo de sonido–. La música elegida le pareció la más adecuada para la ocasión. –¿Qué habrá sentido Beethoven cuando la componía?–


3

Sin prisa pero sin pausa fue ultimando cada uno de los detalles. Lo de contar con esa ambientación musical le cambió el ánimo; le pareció el broche de oro más adecuado que hubiera podido concebir.

En los días previos al evento se le fueron acumulando las dudas, cada vez más, más intensas, más contundentes. ¿Por qué rendirse de esa manera? ¿No había nada que aún pudiera intentarse?

¿Y los principios esgrimidos años atrás? Uno a uno iba respondiéndose cada interrogante.

Era como si una fuerza superior le impidiese pensar alternativas: la decisión tomada no parecía posible modificarse. A cada pregunta le encontraba una respuesta convincente que lo único que lograba era reforzar la decisión.

En ese clima de autoconvencimiento, de total certeza de haber elegido la opción acertada, fue llegando la fecha establecida. Muchas de las personas que recibieron la invitación no entendían de qué se trataba; a todos los que llamaban por teléfono o le enviaban un correo electrónico pidiendo explicaciones, con delicadeza pero al mismo tiempo con firme convicción, los seguía manteniendo en ascuas. A todos, por igual, les insistía en asistir el día fijado para sacarse la duda.

Viviendo en México desde hacía ya varios años, y dado que no era un tipo confrontativo, se había ganado la amistad de mucha gente. En parte por eso, en parte por curiosidad, a lo que se sumaba el hecho de sus contactos con periodistas de varios medios, el sábado fijado para el acontecimiento asistió una cantidad inesperadamente alta de gente. En total eran más de doscientas personas. Mario se sintió un poco sorprendido por este hecho, pero decidió que todo seguiría adelante tal como estaba previsto.

En realidad nadie entendía bien de qué se trataba: ¿una broma?, ¿una excentricidad?, ¿un delirio? Algunos pensaron en una protesta original; hubo quien también imaginó el inicio de alguna campaña de algo, política quizá, o la publicidad de un nuevo producto. Lo cierto es que el sábado 11 de julio el espacio verde en torno a la Torre de los Ingleses estaba colmado de gente, ansiosa, expectante, curiosa, entre invitados y público ocasional que se detenía a ver de qué se trataba todo aquello.

A la hora fijada –las once de la mañana– apareció Mario en los balcones de la torre.

Megáfono en mano comenzó a hablar, mientras también comenzaba a sonar la obertura Coriolano.

–Gracias por venir, amigas y amigos, público en general. Nunca he sido un gran orador, así que no habré de aburrirlos con un mal discurso. Solamente quería decirles que me rindo ante la vida. Quiero que todos ustedes sean testigos de mi decisión: las cosas terrenales son demasiado duras para mí, no puedo con ellas. Nada me sale bien, vivo arruinando la vida de otros, así que los dejo. Perdonen si los salpico de sangre. Hasta aquí he llegado; me rindo, y gracias por todo–.

Dicho esto, inmediatamente corrió hacia la escalerilla superior que conducía hasta el techo de la torre. Ya estaba listo para arrojarse al vacío cuando alguien –luego se dijo que era un sacerdote español que vivía en México y que conocía a Mario de Nicaragua– le gritó con lo más desesperado de sus fuerzas: –¡Que se rinda tu madre!–

Ante esto, Mario dudó. –¿De quién es esa frase?–, preguntó con rostro desencajado.

–De Leonel Rugama–, contestó iracundo su interlocutor.

Los segundos que siguieron a ese breve intercambio fueron dramáticos. Mientras seguía sonando atronadora la obertura Coriolano, más de quinientas personas que se habían agolpado a la base de la torre seguían en un silencio sepulcral cada movimiento del hombre encaramado en lo alto, aturdidos por la situación y por la música.

–¡Que se rinda tu madre!–, gritó más fuerte aún Mario.

–¡Aquí no se rinde nadie, que se rinda tu madre!–, respondió con gritos más atronadores aún el sacerdote –que en ese momento no vestía sus hábitos.


4

Lentamente, primero uno, luego varios, luego muchos, los azorados testigos comenzaron a repetir en forma espontánea: –¡Que se rinda tu madre!–. El coro se hizo numerosísimo; tanto, que opacaban la majestuosidad de la música que seguía sonando, sin que nadie se atreviera quitar.

Mario, con lágrimas en los ojos, temblando, comenzó a bajar. La noticia dio que hablar por varios días a toda la ciudad. Por supuesto que se dijeron las cosas más diversas; entre otras, un diario se atrevió a titular el hecho con las heroicas palabras de Leonel Rugama.

Hoy día Mario es editorialista de ese periódico, y su compañera –con quien ya lleva más de dos años en pareja– está esperando un hijo.


©Cuentos para Olvidar

©Marcelo Colussi

Fotografía: Laura Jakulis

Segunda edición Guatemala, 2012


Primera edición Caracas, 2006

Editorial El Perro y la rana

©ISBN 980-396-373-2

Agradecemos a todos nuestros amigos, 

lectores y seguidores,

por sus visitas y valoraciones.

Afectuosamente.

Administración de Atrapados por la Imagen.

10 comentarios:

  1. ¡Imperdible relato de Marcelo Colussi!. El autor, nos lleva a través de su escritura, por diferentes situaciones y sentimientos, logrando qué el lector, empatice con el personaje principal! ¡Hermoso final!!!

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  2. gracias amigo, por confiar en Atrapados!!!

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  3. Marcelo un interesante relato que habla de las desilusiones, y decepciones del protagonista, muy bien caracterizado, manteniendo el interés del lector para llegar a un sorpresivo final. La imagen de Laura acompaña atinadamente la narración. Gracias amigo por tu aporte. !!!

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    1. ¡Qué bueno que te produjo algo el relato! Yo agradezco al blog por permitirme publicar.

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  4. El intento de suicidio está presente desde la primera línea, en una crónica minuciosa de las sensaciones que atraviesan al personaje.
    Elegir la Torre de los Ingleses, genera ruido en el homogéneo y prolijo devenir del relato de esta desesperación.
    La Torre de los Ingleses... los ingleses y su tradición de mercenarios...; curioso espacio elegido por ese ser, que desde joven apoyó causas liberadoras.
    Exquisito y esperanzador final para quien tuvo oídos y supo escuchar a quienes no se rinden alentando por la VIDA.
    Me gustó Marcelo
    .

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    1. A mí también me pareció importante esto de los ingleses. A propósito: ¿civilizados y mantienen una parásita monarquía medieval? Cuesta creer eso, ¿no?

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  5. Llevado con ritmo y ansiedad crecientes, la escena de la torre es superlativa! ¡Bravoooo! ¡Que se rinda tu madre!

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    1. Muchas gracias. La frase en cuestión me parece conmovedora, fantástica.

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  6. Marcelo recién llego al relato. Me atrapó el ritmo, la monumental música, el estribillo insistente, la sumatoria de situaciones y el final liberador......nada está definitivamente escrito, ¡ Qué se rinda tu madre!!!!!!

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