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ATRAPADOS POR LA IMAGEN
Cuentos y Relatos Presenta a...
CRISTIAN BAUTISTA
"Artista de Atrapados por la Imagen"
en...
"Ranas"
Cuento perteneciente a su libro:
"A veces el mundo es un buen lugar"
Ilustración: imagen libre de la Web
Edición: Editorial Atrapados por la Imagen
RL-2022-18030193-APN-DNDA#MJ
Registro de propiedad intelectual
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Editorial Atrapados por la Imagen, es un espacio dedicado al arte.
Todo se resume a esto: Haber
tenido, una vez en la vida, una
primavera sagrada que colme
el corazón de tanta luz que baste
para transfigurar todos los días venideros.
Rainer María Rilke
"Ranas"
CRISTIAN BAUTISTA
Ir a Funes era no bañarse, ni lavarse los dientes, ni peinarse. Era usar durante los tres
días la misma malla, andar descalzo, despertarse y desayunar lo que sobraba del día
anterior y dormirse recién cuando los grandes dejaban de reírse a carcajadas. Ir a Funes
era jugar a la pelota hasta que la transpiración se convertía en largos hilos de tierra y,
después, tirarse a la pileta (a veces, desde el árbol), cazar ranas a la tarde y comerlas a la
noche. En Funes pasé los días más felices de mi vida.
Allá nos juntábamos para pasar todo el fin de semana. También iban mis tíos y mis
primos. Ellos llegaban primero. Salían para allá el viernes al mediodía. Nosotros recién
a eso de las seis de la tarde, cuando papá volvía del trabajo y después de cargar el AMI
8. Mamá se sentaba con el canasto entre las piernas y yo abrazaba la pelota de fútbol.
Con las alpargatas azules, la camisa arremangada y la malla a cuadros, papá revisaba el
agua y el aceite del motor. Mamá y yo veíamos desde arriba del auto el capot
levantado.Cada tanto se asomaban algunos pelos de ese remolino indomable que papá
ostentaba sobre el centro de su cabeza. Hasta que cerraba el capot y nos sonreía
mientras con un trapo se limpiaba las manos.
–Ponelo en marcha –decía y mamá giraba la llave y la sonrisa de papá se agigantaba
orgullosa al ritmo desacompasado del motor. Después de cruzar el viaducto para agarrar
Santa Fe, papá encendía el estéreo. Y aunque elegía cuidadosamente las canciones para
el viaje el ruido del motor no dejaba escuchar la música; mamá prendía un cigarrillo,
abría la ventanilla y el aire que entraba inundaba el auto con el olor del bronceador a
base de zanahorias. En aquellos días, solo se llegaba a Funes por la ruta 9 y como el
viaje duraba horas, yo me iba moviendo en el asiento (de un lado al otro y sin soltar la
pelota) cada vez que se mojaba con la transpiración.
Una vez que pasábamos el Jockey Club el aire parecía ahogarnos y se empezaban a
ver los campos. Más allá de las zanjas profundas, los alambrados y los carteles de
Vanzini, había árboles más bajos que los molinos. El cartel de Bienvenidos a Funes, no
estaba.O si estaba no lo recuerdo. Sí recuerdo ver el pueblo desde el auto.Ver la plaza,
la estación de servicios, las casas con tranqueras de madera y tapiales de ladrillos. Y
después, alambrados y carteles de Vanzini y árboles y molinos junto a tanques
australianos.
El rato que iba acodado en el asiento, entre mamá y papá, me gustaba ver el agua
engañosa que el sol dibujaba en la ruta. Y cuando el AMI 8 doblaba a la izquierda por la
calle de tierra, yo me arrodillaba y por la luneta podía ver esa nube espesa que escondía
todo lo que iba quedando atrás. El aire empezaba a ser una caricia tibia que entraba por
la ventanilla, me pegaba en la espalda y hacía crecer la ansiedad adentro de mi panza
empapada. Papá estacionaba entre el Falcon del tío Ramón y el Rastrojero del tío Tito.
Y ahí quedaban los tres autos. Debajo de los sauces hasta el domingo a la tarde.
Dejamos de ir a Funes cuando mamá y papá se separaron. Aquella tarde, aquella
última tarde que papá cruzó el umbral de casa con una valija y dos bolsas, no era
verano, pero hacía calor.Recuerdo que papá se frenó antes de cerrar la puerta y miró en
dirección al patio.Yo estaba escondido detrás del lavarropas y desde ahí pude verlo.Creo
que él también, por un segundo o dos, él también. No nos dijimos nada. O sí. Algo con
la mirada, quizás. Después, cruzó el umbral y yo agaché la cabeza.
Pasaron muchos meses hasta que volví a ver a papá. Fue cuando alquiló un
departamento chiquito en zona sur. Mamá me dijo que iba a ir con él viernes por medio,
al salir de la escuela y me iba a quedar en su casa todos esos fines de semana.
Pero no.
Eso nunca pasó.
Sí, una vez, me quedé a dormir en la víspera de un feriado. Papá amasó una pizza y
comimos sentados en la alfombra y mirando una película por televisión. Esa vez, junto a
la biblioteca, papá desenrolló una colchoneta finita y la luz de la calle iluminó el lomo
de los libros de manera que pude leer los nombres hasta quedarme dormido.
Al poco tiempo, a principios de enero, papá se casó y se fue a vivir a Villa Diego. Y
aunque me dijo que lo llamara siempre que lo necesitara, aquel verano no lo vi. Yo
estaba convencido de que se iba con su nueva familia a Funes. Que se iba a encontrar
con los tíos y con Diego y con Hernán. Se lo dije a mamá.
–Seguro van a comer ranas –le dije.
Ella no me contestó y ese verano fuimos una semana a la costa y casi todos los días
me cocinó tortillas.
No entendía nada, mamá.
A veces soñaba con Funes. Soñaba con papá y los tíos cazando ranas en zanjas
enormes, llenas de agua y con miles de ranas saltando de acá para allá. Algunas eran
gordas, otras ágiles y musculosas, capaces de pasar por nuestras cabezas con solo un
salto. Yo caminaba junto a papá que movía la linterna con habilidad formando un haz de
luz blanco, potente, redondo y con la fuerza no solo de encandilar, sino también de
abducir a las ranas trasladándolas hasta una bolsa de arpillera que llevaba el tío Ramón.
Cuando la bolsa se hinchaba al punto exacto justo antes de reventar, la arrastrábamos
hasta la mesada, junto al horno de barro.
El tíoTito abría la bolsa y algunas ranas huían. Uno, dos, tres saltos hasta esconderse
entre los yuyos, entre los arbustos, entre las copas de los árboles. Diego, Hernán y yo
hacíamos lo imposible por atraparlas tirándonos sobre ellas, un takle en las patas, con
fuerza, sin importarnos el barro y la frialdad resbalosa de su piel.
–¡Allá! –decía Diego y Hernán trepaba al árbol, saltaba al techo de la casa y desde
ahí me pedía que iluminara a la rana.
–A los ojos –decía.
Atrás, en una punta de la mesada, papá y los tíos faenaban. En la otra punta, estaba
mamá. Tenía las manos llenas de harina. Las tías calentaban sartenes y con espátulas
brillantes sumergían las ranas.Todo entre risas, todo sin apuro, todo hasta que la mesada
quedaba cubierta de una montaña de ranas fritas sobre papeles de diario.Después,
comíamos. Toda la noche, comíamos. No hacía frío ni calor. Recién cuando amanecía y
se terminaban las damajuanas y los huesos eran el manjar de las moscas, mamá y las
tías se tiraban al sol en lonas gruesas con flecos blancos. Los tíos dormían. Diego,
Hernán y yo jugábamos a la pelota, papá nos miraba tirado a un costado del arco,
masticando un yuyo largo.
Una foto de Funes. Eso encontré entre los papeles que me pidió la cochería. En la
foto estoy con mis primos Diego y Hernán. Diego es el que tiene la pelota entre las
manos y Hernán el que está en cuero con machas de barro en el pecho. También están el
tío Tito, Ramón y papá. Todos apoyados contra el AMI 8. El tío Ramón mira a la
cámara, ríe. El tío Tito le está diciendo algo a papá que, por la expresión de la cara, es
algo gracioso. Yo tengo una rana entre las manos. Sostuve la foto un buen rato. Había
muerto mamá, a pocos meses de cumplir ochenta años. Ella hubiera querido morirse
durmiendo en su cama. Siempre lo decía. Recién bañada, con un camisón nuevo y el
fresco de la noche entrando por la ventana abierta. Nada es como uno quiere, pensé y las
lágrimas me nublaron la vista hasta no poder ver la foto. Fue saliendo del cementerio,
cuando tanteé la foto en el bolsillo, que lo sentí. Un enorme deseo de hablar con papá.
–Roldán –dijo papá y revolvió el cortado–. No era Funes. Era Roldán.
–Decíamos Funes –dije.
–Era casi en el límite –dijo y sacudió la cucharita contra el borde del pocillo.
–Fueron dos o tres veranos hermosos –dije.
–Uno, fue un solo verano. En el 79´ –tomó un sorbo y sus dedos temblaron mientras
sostuvieron la taza durante el trayecto del plato a la boca.
–Encontré una foto entre las cosas de mamá –dije.
Papá dejó el pocillo sobre el plato.
–Una foto de aquel verano –dije.
–¿De aquel verano?
–Mirá.
Él la agarró y la miró a cierta distancia, como se miran las fotos cuando se necesitan
lentes y no se los tiene.
–Tengo una rana. Acá –dije señalando sobre el papel– tengo una rana entre las
manos.
Papá agudizó la vista y una vena como un rayo se le marcó en la frente. Latía.
–Las comíamos, ¿te acordás que las comíamos? —dije.
Papá movió la cabeza.
–No siempre –dijo– a lo sumo una o dos veces, no más. Había muy pocas.
No me miraba. Miraba la foto.
–¿Sabés que era lo que más comíamos? –dijo.
–No –dije.
–Tortillas –dijo. Tu mamá hacía las mejores tortillas –dijo y se quedó mirando la foto
hasta que los ojos le brillaron.
Recién cuando le pregunté si recordaba al AMI 8, al tío Tito, al tío Ramón, a Diego,
a Hernán, me miró. Me miró, pero no me contestó. Se acomodó en la silla y los rayos de
sol que atravesaban la ventana le hicieron brillar las canas. Y aunque aquel remolino
indomable que papá tenía ya no estaba, algunos pelos en el centro de su cabeza
parecieron recordármelo.
–Es una rana –dijo–. Definitivamente es una rana.
"ABSTRACTO"
RAMÓN JORGE RUIZ DIAZ
"ABSTRACTO"
RAMÓN JORGE RUIZ DIAZ
"Cine en Atrapados por la Imagen"
(Nuevo ciclo de Cortometrajes multipremiados)
En el bus de la mañana, él siempre la encuentra dormida. Nunca ha hablado con ella, pero sabe dónde baja del autobús... El problema es que hoy no se ha despertado y va a perder su parada. ¿Debería despertarla?
Géneros: Cine romántico, Cortometraje, Comedia cinematográfica, Drama
Fecha de estreno inicial: 26 de junio de 2016
Director: Jorge Yúdice
Guion: Jorge Yúdice
Duración: 11 minutos
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