domingo, 8 de octubre de 2023

DOMINGOS DE NOVELA PRESENTA: "Cardo Ruso" - CAPÍTULO XIV - Marta Puey -

 

Editorial ATRAPADOS POR LA IMAGEN Presenta: 


DISEÑO DE TAPA - Laura Jakulis

FOTOGRAFÍA DE TAPA  -  Ana Maria Zorzi



Segunda edición 2023



CARDO RUSO


CAPÍTULO 


XIV





Carmen

     Despierto, hace frío, camino descalza en medio de la calma estática que envuelve a las paredes de esta casa; el piso de madera, de pinotea en algunas partes, cede bajo mis pies. Este fue el dormitorio de mamá. Salgo a la galería; ella la cerró para convertirla en living; se salvaron los calcáreos con arabescos marrones, amarillos y grises. Llego hasta la cocina, el brillo de las baldosas de granito enfría aún más esta mañana invernal. Me detengo tras el vidrio de la ventana y observo la hiedra, como venas surca la vieja pared atravesando las grietas. Obstinada procrea multiplicidad de brazos a lo largo y ancho de su espina dorsal; seguirá cubriendo grietas con el encaje que teje junto al tiempo. La trama la urden juntos, pareciera que en esta casa no hay espacio para otros seres vivos. Recuerdo las pesadillas cuando niña. Me envolvía la bruma, las plantas me cerraban el paso, la hiedra se enroscaba en mis piernas inmovilizándome; despertaba empapada en sudor. Sentada en la cama trataba de reencontrarme entre la penumbra y el silencio de la habitación. Vuelvo al cuarto en busca de abrigo, el pijama no es suficiente para el frío que se siente en esta casa. Reviso mi valija, saco un par de medias gruesas y me las pongo. Voy hacia el guardarropa de roble y me veo reflejada en el espejo oval con la espalda encogida y frotándome los brazos. Abro una de sus puertas y allí, en la barra, encuentro dos abrigos colgados; parecen fantasmas. En el estante, el poncho de vicuña doblado, el que fuera de papá. Tiro de una de sus puntas y me envuelvo en él. Se entibia mi espalda y siento que me relajo. El bolso con ropa sigue abierto sobre el sillón. En el suelo mis botas, las agarro junto a las medias. Plegada contra la pared, veo la silla de ruedas. En sus últimos días, a papá la fatiga le impedía caminar, cuando la dejaba de usar pedía que la sacaran de su vista. Han transcurrido varios años de su muerte. Recuerdo aún aquel día… Con la mirada fija en el remolino que hacía el café con leche, escuchaba a mamá gritando que no quería estar más en el campo, que la tormenta la había horrorizado, que… Papá desayunando sin decir nada. Al otro día, una mañana fría y de sol, llegamos a esta casa que construyeron los abuelos. Papá nos trajo en la camioneta, entró por el portón, bajó bolsos y valijas, los dejó en la galería y dijo: “Del campo se traerán las verduras, carne, leche, leña; el resto lo sacás del almacén de ramos generales. Voy a dar orden de que lo incluyan en mi cuenta”.

     Desabrochó el bolsillo de la camisa, sacó un sobre que dejó sobre la mesa del comedor y agregó: “Es para los demás gastos”. Yo observaba la escena desde el otro extremo. Papá, antes de irse, me miró y dijo: “En la semana paso, Carmen”. Subió a la camioneta, dio marcha atrás y salió. En ese momento pude percibir el olor del aire, su transparencia iluminada por el sol, y sentir el frío de aquella mañana de invierno. Caminé después hacia el fondo de la casa; leña apilada al lado del cuartito que estaba con la puerta cerrada. Me acerqué a la ventana; a través del vidrio pude ver una escalera y dos sillas colgadas de la pared, unidas por telarañas, y algunos trastos más. Carmen, vení, ayudame, reclamaba mamá. Me dirigí a la casa; ella apremiada, abría las puertas chirriantes. Entré y la seguí. Ahora eran las ventanas. Repetía: olor a viejo, olor a rancio. El frío y la humedad acumulada durante años de encierro me hizo preguntarle: “¿Cómo vamos a calentar esta casa?” Mamá contestó: “Hay que ventilar, después elegimos los cuartos, ahora entremos las cosas”. Salimos nuevamente a la galería, ella cargó con las valijas; la seguí con un bolso. Qué poco traíamos para una casa tan grande. Aquí hace mucho frío, pensé. “Vamos a la cocina”, dijo mamá. Para el mediodía, la cocina de leña había templado el lugar. Por la ventana entraba el sol y nosotras, sentadas a la mesa, comíamos unos sándwichs con té caliente. Desde ese día, el alejamiento entre ella y papá se hizo cada vez más evidente. Ninguno de los dos mencionaba el tema; él pasó a ser una visita con la que raramente ella coincidía.

       En poco tiempo cambió nuestra vida; comencé el colegio; por las tardes, Horacio me llevaba a jugar con sus sobrinos, los hijos de Elsita, su hermana, cuando todavía vivían aquí. Con Fernando tenía una afinidad especial, él me enseño a patinar y a andar en bicicleta; hasta me lo imaginaba mi hermano; después se mudaron a Rosario. Los Carranza se convirtieron en mi familia, ya no viajábamos a Buenos Aires. Abuela Alicia y tío Gerardo no nos visitaban y los abuelos Arregui no volvieron más a Médanos. Mamá dejó su impronta cerrando la amplia galería con una mampara de vidrios, para que la luz no faltara, e hizo construir una gran chimenea. Reformó la cocina, plantó hiedras y enredaderas junto a los muros grises y pelados del patio trasero, cubrió los cuarenta metros de fondo con arbustos, plantas y flores, haciendo desaparecer la tristeza que provocaba la casa cuando llegamos.

     Estoy en la cocina, caliento agua y hago té; la taza caliente me entibia las manos. Paso a la galería, miro a mi alrededor; en el rincón contra la mampara veo la mesita alta que aún conserva manchas de pintura. Mamá la acomodaba al lado del caballete; la recuerdo llena de frascos con pinceles, la paleta multicolor y el jarro de café con el asa manchada de pintura. Cuando en la casa no quedó nada por modificar, comenzó a pintar; a media mañana, ponía música y tomaba café. Yo sentía que habíamos encontrado un lugar común. Pasado un tiempo, mamá empezó a viajar; no faltaba más de dos o tres días. Yo quedaba al cuidado de Luisa.

      Bebo el té, me acerco a la ventana, miro el jardín. Es mediodía, el cielo sigue cubierto de nubes y el sol no parece dispuesto a asomar; el carillón del reloj del comedor da las doce. Cuando llegamos a vivir a esta casa, una de las primeras cosas que hizo mamá fue atar el péndulo: lo desactivó. “Lo único que falta es que en esta casa alguien me marque el tiempo”, dijo, y quedó mudo hasta que papá se volvió a instalar aquí. Dejo la taza vacía sobre la mesita baja, decido encender la chimenea. Me calzo las botas, me envuelvo con el poncho y salgo. Voy hacia el fondo de la casa; apoyada contra la pared del galponcito hay leña prolijamente acomodada. Luisa, durante mi ausencia, no ha descuidado detalle. Antes de tomar algunos troncos, intento abrir la puerta de chapa del galponcito.

      El óxido parece haber soldado el marco; empujo con la rodilla, hago fuerza, logro abrirla y avanzo. Un haz de luz entra a mis espaldas, veo desarmada la cama donde dormía Manuela, una manguera reseca tirada en un rincón, la bicicleta colgada de la pared, regalo de papá cuando iba a la escuela… Llegó aquella mañana me pidió que saliera a la vereda. En la caja de la camioneta el sol hacía brillar el rojo metalizado de la pintura. “¿Y?, qué te parece” dijo. La bajó y la puso a mi alcance. La monté, haciendo piruetas, llegué hasta la esquina sin caerme; frené, me bajé, la di vuelta, volví a subirme, llegué hasta donde estaba él. “Bueno, ahora vas a llegar más rápido a la escuela.” Sin despedirse, sin hacer más comentarios subió a la camioneta, y desapareció dando vuelta la esquina. 

      Unos años después, al anochecer, regresaba a casa en la bicicleta cuando vi a mamá cruzando la plaza en compañía de un hombre. Sin saber por qué comencé a pedalear con más fuerza; quise llegar rápido. Dejé la bicicleta en el zaguán, entré y me senté a oscuras en el sillón. Esperé. Pasó un rato hasta que escuché un murmullo; sin hacer ruido me acerqué a la puerta, corrí el visillo. Allí estaban, hablaban en voz baja, él se le acercaba cada vez más, yo hacía fuerza para que mamá se corriera, pero no se movía del lugar. Volví al sillón y esperé acurrucada, enrollada como un ovillo, aguantando. Unos minutos después volví a mirar detrás del vidrio, mamá ya estaba sola, de espaldas. Abrí la puerta y al escucharme me pidió que la ayudara a entrar los cuadros. 

     En silencio los acomodamos en la galería. Al terminar, pregunté: “¿Cierro la puerta de calle?” No obtuve contestación. Ella se acostó sin cenar. Esa noche me costó conciliar el sueño. A la mañana siguiente me despertó la voz de Edith Piaf. Cuando pasé por la galería, mamá, sentada frente al caballete, pintaba: “Hola, mamá”. Siguió pintando sin contestar; fui a la cocina, salí nuevamente a la galería y alzando la voz, dije: “Creo que el café no va a alcanzar hasta mañana”. Mamá me miró con asombro y preguntó: “¿Cuándo te levantaste?” Y volví a repetir: “Creo que el café no va a alcanzar”, y agregué, “Mamá, estuve hablando con la señorita Clara, la profesora de matemática y me dijo que...”. Yo quería que me escuchara, pero ella siguió pintando, escuchando a la Piaf. 

     Sus hábitos cambiaron, regresaba tarde, los colores y los temas de sus pinturas no eran los mismos. La veía exaltada y ausente; contestaba con monosílabos; cada vez me resultaba más difícil abordarla. Un día, al llegar de la calle, abrí la puerta cancel y la encontré sentada en el sillón con un cigarrillo en la mano, abstraída.

      Entré a la cocina, acomodé mis carpetas sobre la mesa y cerré la puerta. El silencio de la casa pesaba. Allí estaba la tetera caliente preparada por Luisa, siempre pendiente de mis necesidades. Me serví una taza y volví a salir. Al verme levantó la vista, dio una pitada y soltó: “Cada día que pasa estoy más convencida de la mediocridad de este pueblo, y tenés que darte cuenta a tiempo”. Pregunté por qué me decía eso. Descargó la ceniza del cigarrillo en el cenicero de la mesa baja, enroscó las piernas en el sillón, y mirándome a los ojos con firmeza, contestó: “No me interrumpas. ¿Quiénes fueron a la exposición?”. Tomándose los dedos de la otra mano, uno por uno, enumeró: “Los chicos de las escuelas, las maestras, las mujeres de la comisión de la biblioteca”. Y cuestionó: “¿Exposición?”. Y apuntando con el dedo índice hacia arriba, y haciendo girar la mano en el vacío, agregó: “Parecía una calesita, todos daban vueltas mudos para salir por la misma puerta que habían entrado”. Dio otra pitada al cigarrillo y continuó: “Cuando me invitaron, aseguraron la presencia de autoridades. Me doy cuenta de que lo mío fue un simple relleno”. Supe que ahora podía completar la frase y me animé a decirle: “Mamá, no creo que sea motivo para que te desanimes. Si es tu vocación, no lo sientas como un fracaso”. Decidida, rebatió: “La vocación es como el amor, Carmen; si no tiene respuesta no sirve. Y no estoy desanimada, solo tengo sueño”. Se levantó, aplastó el cigarrillo en el cenicero y se dirigió al cuarto. La miré callada, nunca me había hablado de esa manera.

     Salgo de mi abstracción, repaso con la mirada el resto de las cosas arrumbadas en el galponcito. En la estantería la tijera de podar, latas de pintura, el farol Petromax; detrás de él asoma un frasco de vidrio color marrón; con dificultad lo alcanzo, la etiqueta está arrancada, miro al trasluz y veo que contiene algo ya seco en el fondo; lo guardo en el bolsillo. Salgo, entorno la puerta y cargo los troncos que puedo, entro a la galería y cierro la puerta empujándola con el pié, el golpe rompe la carga de silencio que hay dentro de la casa. Dejo los troncos al lado de la chimenea y voy al escritorio en busca de papel para prender el fuego; traigo diarios viejos, entre ellos algunos semanarios del pueblo que dejo aparte; tomo las hojas, de a una, las estrujo y las cubro con la leña. Ya listo para encender recuerdo cuando papá decía: el fuego se debe prender con un solo fósforo.

     Acerco un fósforo encendido, se quema el papel y la leña se resiste a arder; vuelvo a agregar papel una y otra vez. Enciendo más de un fósforo, hasta que la llama hace crepitar la madera. Sentada en el sillón, me saco las botas y apoyo los pies en la mesa baja frente a la estufa; el fuego va creciendo, dibuja formas, colores y el calor me envuelve. De entre la pila de diarios que quedaron apilados a un costado, encuentro uno de los viejos semanarios del pueblo. Un titular reza: “Nuevo Intendente”, y se ven fotos de papá asumiendo el cargo… Al poco tiempo de asumir papá, yo estaba sentada frente a la ventana de la cocina con los apuntes de física sobre la mesa. Mamá entró; el pelo recogido en la nuca se le escapaba rebelde, me miró y dijo: “Carmen, me voy, este pueblo no es para mí”. Se dio una tregua y continuó: “Voy a estar en contacto con vos; quiero que estés segura de que a fin de año, cuando terminen las clases, nos vamos a reunir y vas a pasar las vacaciones conmigo. Quizás antes nos volvamos a ver; ya hablé con Luisa; no va a dejar de venir y, si es necesario, se quedará a dormir”. Yo no entendía nada. Mamá se acercó por detrás y me abrazó muy fuerte; su perfume dulce me invadió. 

     Un momento después escuché el ruido de la puerta cancel al cerrarse. Luego silencio, imágenes congeladas. No sé cuándo llegó papá. Entró a la cocina, yo seguía sentada frente a la ventana; escuché que dijo: “¿No fuiste a la escuela?” Su pregunta me devolvió a la realidad; no podía responderle. Pasé varios días sin ir al colegio, papá se instaló en la casa del pueblo. Horacio se convirtió en una visita cotidiana; me acompañaba, leía en voz alta temas relacionados con las materias de estudio. Luisa no dejaba de ofrecernos café, té y masitas recién horneadas. De a poco volví a hablar. La presencia permanente de papá cambió las costumbres y el clima de la casa. El primer día se dirigió a Luisa y le dijo: “De ahora en más el almuerzo y la cena se van a servir en el comedor y mi desayuno en el escritorio”. A Luisa sólo le escuchaba decir: sí señor, no señor. A media tarde regresaba del colegio. La casa estaba sola y en silencio; encendía el Wincofón, seleccionaba discos de Edith Piaf o Louis Amstrong y los escuchaba con el volumen bajo. Entraba al cuarto de mamá, abría los postigos de la ventana, me sentaba en la cama, cerraba los ojos y aspiraba su perfume; todo seguía impregnado de ella. Pasado un rato me levantaba, alisaba la colcha para que nadie se diera cuenta de que había estado allí y volvía a cerrar los postigos.

      Cuando escuchaba la llegada de papá, apagaba el aparato y la casa volvía a envolverse en el silencio. Un día decidí hacer cambios, puse una mesa debajo del ventanal de la galería; allí haría mis tareas y podría seguir viendo todo el jardín. El otoño mezclaba el verde eterno de los cítricos con los ocres y dorados del resto de las plantas; la hiedra, camaleónica, día a día mudaba su color: hojas rojizas, amarillas, marrones; las dejaba caer y quedaba la pared dibujada por sus nervaduras desnudas. Le pedí a Luisa que llevara al galponcito las telas y pinceles que habían quedado dispersos en el lugar donde pintaba mamá, junto al caballete. Papá viajaba mucho y aceptó a regañadientes que Luisa se quedara a dormir durante su ausencia. El hijo de Manuela venía tres veces por semana. A la mañana bien temprano traía la verdura, la leche y la leña, que dejaba apilada en el fondo.

      También empezó a encargarse del jardín, conforme a las órdenes de papá, que cuando él hacía ese trabajo se quedaba en casa y le decía: “Vamos, movete, raleá, raleá bien el patio, que esto parece un monte mal entrazado”. Y el Negrito, con la cabeza baja, arrasaba con cuanta planta encontraba a su paso, bajo la mirada firme e insatisfecha de papá. Yo observaba cómo la guadaña avanzaba sobre un jardín donde algunas flores se resistían y la maleza representaba la ausencia. En esa época me costaba entender lo que estaba pasando. Papá se había convertido en una persona importante en el pueblo. La decisión de mamá me llenaba de vergüenza. Relacionarme con los demás empezó a resultarme difícil. Fernando, que fue mi compañero de juegos hasta promediar el secundario, se había ido a vivir con sus padres a Rosario. Todo ayudaba a confundirme; evitaba las invitaciones a reuniones y fiestas; me aislaba en el estudio y la lectura.

     Tomo otro semanario, lo ojeo, encuentro una nota acompañada de fotos. Son de mi promoción; en una de ellas la señorita Clara está entregándome el título en el acto de graduación; papá sentado en primera fila. Recuerdo que le pedí a la señorita Clara que fuera ella quien me entregara el certificado de bachiller y no papá, como estaba previsto. Más tarde la decisión me provocó culpa.


Escucho truenos, miro el reloj, es más de media tarde, el fuego ha entibiado la casa, me levanto, tomo la taza vacía; vuelvo a la cocina, en la tetera queda un sobrante, aún está tibio, lo sirvo y regreso con la taza que dejo en la mesita baja. Voy a la habitación, abro la celosía, la luz que entra por la ventana no es suficiente, enciendo una de las lámparas, del bolso de mano saco un paquete de galletitas.

       Levanto la vista y observo que uno de los cajones de la cómoda no fue alineado con los demás, tiro de él y veo un envoltorio con sobres amarillentos, no son muchos, los tomo, regreso, abro el paquete, saco una galletita. El techo de chapa delata la lluvia, escucho golpear las primeras gotas, me incorporo, dejo el jarro y tomo los sobres, desato la cinta que los une; están cerrados y a mi nombre, la letra es de mamá. Nunca imaginé haber sido rehén de una situación que me era ajena. Termino de leer, la tarde se está yendo y empiezan a caer algunas gotas de agua, el techo de chapa las delata; la lluvia se hace más intensa, miro por la ventana, un gorrión busca resguardo y se posa sobre un gajo seco que se quiebra, hace piruetas, retoma el vuelo y se pierde en el follaje de la planta de lilas. El paraíso ha comenzado a brotar, en el suelo todavía hay bolitas amarillas, aquellas que mamá me prohibía tocar diciéndome: ni las roces con la mano, son venenosas.

      El olor de la tierra húmeda se mezcla con el de la leña, las sombras van ganando espacio en la galería, apenas dejan llegar a los rincones el resplandor de las brasas. Enciendo la lámpara que está al lado del sillón y vuelvo a leer las cartas, no son tantas; en la primera, me dice que está en las sierras y me pide pasar las vacaciones de verano con ella; en las otras cuenta que la pintura la absorbe cada día más; repite la invitación diciendo que mi presencia la alegraría. Repaso imágenes, ya es de noche, el calor de las brasas me alcanza.

Me despierta un escalofrío, por el ventanal se cuela la luz del amanecer, es difusa, hay niebla; miro hacia fuera, creo ver la silueta de Manuela con el Negrito en brazos perdiéndose en la bruma. Me incorporo, algo me molesta en el bolsillo, es el frasco que encontré en el galponcito, lo dejo a un costado de la chimenea y me pregunto qué fue lo que me llamó la atención para haberlo guardado en el bolsillo. Restriego mis ojos, estiro los brazos y las piernas; sobre la mesita la taza del té vacía y las galletitas se mezclan con las cartas desplegadas; las vuelvo a guardar en los sobres. Agrego unos troncos más, vuelve a encenderse el fuego, tengo el cuerpo entumecido, una ducha me hará bien. El baño está frío, abro la canilla para que el agua se vaya templando, me desvisto rápidamente. 

     Dejo caer el agua caliente sobre el cuerpo un largo rato, miro el espejo; mi imagen ha desaparecido tras el vapor. Cierro las llaves del agua, me envuelvo el cabello mojado en una toalla y el cuerpo con un toallón; siento que el agua ha limpiado el cansancio. Voy al cuarto, abro los cajones de la cómoda en busca de una bata; en el segundo encuentro una, debajo, doblado y envuelto en papel de seda, mi vestido, aquél que estrené para el baile de egresados; lo despliego, caen ramitas de lavanda.

      Luisa acostumbraba a entremezclarlas en la ropa para perfumarla; dejo el toallón a un lado, presento el vestido sobre mi cuerpo y giro hacia el espejo donde me veo reflejada. Retornan imágenes, voces, secuencias que se mezclan…: “Ordené algunos arreglos en el departamento, también lo van a pintar”, dijo papá aquella tarde mientras tomaba mate sentado en el sillón. Desde mi mesa de trabajo lo escuché sin contestar. “Falta poco para que te instales allí; la semana que viene viajaremos para que elijas uno de los cuartos y lo arregles a tu gusto”, terminó la frase parado junto a mí. Levanté la cabeza y asentí en silencio. A los pocos días estábamos viajando a Buenos Aires. El movimiento del tren nos acercaba a la estación terminal y recordé que desde que nos habíamos ido a vivir al pueblo con mamá, sólo había vuelto al departamento el año anterior, por la muerte de los abuelos.

   

  Cuando vivíamos los tres en el campo viajábamos con frecuencia a visitarlos. Mamá y yo nos alojábamos en lo de  abuela Alicia, que vivía con tío Gerardo; papá con los abuelos Arregui sin dejar de llamar por teléfono preguntando en qué momento iríamos a visitar a los abuelos. Mamá, distraída, parecía no registrar lo que pasaba. Poco era el tiempo que compartía con abuela Alicia. Salía para volver cargada de paquetes. Finalmente terminábamos visitándolos a la hora del té, costumbre impuesta por abuela Enriqueta. Las visitas se desarrollaban en medio de diálogos cortos, forzados. Abuela, mamá y yo sentadas a la mesa; abuelo Esteban, de espaldas miraba absorto hacia la calle por la ventana; papá leía el diario sentado en el living. Yo intentaba tragar la nata que se le hacía al té con leche, en tanto abuela decía: “Qué criatura preciosa, esos ojitos verdes a quién los habrá sacado; en la familia nadie los tiene de ese color”.

     Lo recalcaba cada vez que nos encontrábamos; hacía una pausa e insistía con: “Un hermanito no le vendría mal”. Miraba a mamá en busca de respuesta; ella desviaba la vista hacia un scon, lo tomaba y lo mordía llenándose la boca para no contestar. Yo sentía esos agujeros de silencio. Terminado el té abuela Enriqueta se paraba, luego nosotras; papá y mamá acordaban el día de regreso al campo; yo me acercaba a los abuelos y ponía la cara para el beso. Papá nos acompañaba hasta la puerta, paraba un taxi y nosotras subíamos para dirigirnos hacia lo de abuela Alicia y tío Gerardo. Al poco tiempo de que papá asumiera como intendente los abuelos murieron y el departamento quedó cerrado. Sólo papá lo ocupaba cuando viajaba a la Capital.

     Era mediodía cuando llegamos a Buenos Aires; bajamos con nuestro equipaje, que el maletero llevó hasta la salida de la estación; allí, papá llamó un taxi que nos trasladó hasta el departamento. Cuando entramos todo estaba en penumbra, los mismos muebles, altos y oscuros, los sillones cubiertos con lienzos que parecían fantasmas. Papá abrió las ventanas y dijo: “A ver, Carmen, decime cuál de los cuartos vas a elegir y de qué color querés que lo haga pintar”. Con el abrigo aún puesto, caminaba detrás de él. Me decidí por una habitación con ventana al pulmón de manzana; le pedí que la hiciera pintar de blanco. El espacio y los muebles que tenía eran suficientes para hacer de él mi propio lugar, dentro de otro que me resultaba ajeno. Antes de abrir las valijas fuimos a almorzar. “¿Cómo le va? Hace tiempo que no lo vemos; aquí está su mesa.” Así nos recibió el maître, que solícito retiró la silla para que me sentara. Pregunté a papá desde cuándo se conocían. “Desde hace muchos años; aquí venía con tus abuelos cuando tenía tu edad”, contestó con la carta de vinos en la mano, mientras me alcanzaba la del menú. 

     Empezamos a comer, papá carraspeó: “Hija, se acerca la fecha de tu graduación y tendremos que asistir al baile. Vos sabés que no quedan mujeres en la familia. No entiendo mucho del tema, de modo que en este viaje vas a elegir el vestido que más te guste. No debes fijarte en gastos, quiero lucirme bailando el vals con vos”. Alzó la copa de vino y brindó: “Por la más linda e inteligente”. Mi estómago se anudó; sentí pánico de tener que elegir un vestido de fiesta, de tener que ser la mejor de ese día, de que los ojos de los demás estuvieran puestos en mí y en papá, de bailar, de la vida… A los pocos días estábamos de vuelta en el pueblo con vestido, sandalias y demás accesorios sugeridos por la dueña de la casa de alta costura. Al llegar fui al cuarto de mamá, abrí la puerta del guardarropa, metí todo adentro y la cerré con fuerza. Con el tiempo entendí que el amor es una abstracción. Él nunca lo entendió; lo concreto, los bienes materiales eran su único medio para comunicarse.

     Vuelvo a verme reflejada en el espejo. Me pongo el vestido, siento el roce de la seda sobre mi piel, levanto el cierre, se amolda a mi cuerpo, ahora calza más ajustado. Desato la toalla que me envuelve la cabeza, el pelo mojado cae sobre mi espalda, parece más oscuro. Descalza me balanceo, la pollera ondea con el movimiento y desprende olor a lavanda; me detengo frente al espejo y deslizo mis manos por el torso y la cintura hasta las caderas. Allí las aparto para ahuecar los volados de la falda, y luego bajo más el escote dejando los hombros al descubierto. No me canso de acariciar la textura suave de la tela. Desde la ventana, la luz entra velada por la niebla que persiste y ayuda a darle al vestido el color del tiempo. Lentamente comienzo a bajar el cierre sin dejar de mirarme. Me desvisto y lo dejo desplegado sobre la cama; me envuelvo en la bata y voy a la galería. Me siento en la silla baja frente a la estufa; con la cabeza inclinada hacia delante comienzo a desenredar mi cabello… La memoria sigue con sus imágenes… La fiesta de fin de curso fue en diciembre. Me recuerdo frente al espejo antes de salir de casa; rígida, metida dentro del vestido de gasa color verde agua, reflejando la imagen de una falsa Scarlett O’Hara, insegura, tensa, sintiendo que ese era el vestido para que mamá lo luciera como nadie. Hasta me la imaginé dentro de él, con el cabello suelto y los rulos rojizos rozándole los hombros. Me veo entrando al salón de baile del brazo de papá, en el momento que comienza la música. Él tomándome de la cintura y todos los ojos puestos en nosotros. Después de varios giros, Horacio va a nuestro encuentro, me toma de la mano y terminamos el baile juntos. La señorita Clara se nos acerca: “¿Quién eligió el color del vestido?, ¡cómo destaca el verde de tus ojos, Carmencita!”, dijo mirando a Horacio a los ojos. Música, confusión y deseo de escapar…

     Con el pretexto de prepararme para el ingreso partí a Buenos Aires en enero. En mi primer regreso encontré a Manuela en la casa y le pregunté a papá el motivo de la decisión: “Alguien tiene que atender la casa; duerme en el galponcito del fondo y no molesta.” Esa fue su explicación. “Entonces Luisa...” Sin dejarme terminar, contestó: “Luisa no era de tiempo completo”. Así terminó el comentario. Manuela, antes de que papá la instalara en la casa del pueblo, fue parte de las imágenes que rodearon mi infancia en la estancia. Ella aparecía en la cocina con el canasto lleno de verdura fresca de la huerta. En verano, a la mañana temprano, solía verla en el monte con el delantal recogido y cargado de duraznos o barriendo las galerías como si la escoba la transportara. Terrenal y leve a la vez. Su figura esbelta terminaba en la cabeza erguida. El pelo recogido en una trenza que le llegaba hasta la mitad de la espalda, enmarcaba un rostro de piel lisa y oscura; los pómulos sostenían ojos rasgados y negros, atentos y observadores. Casi no hablaba. El Negrito siempre cerca suyo. Su presencia en la casa del pueblo no me molestaba; pasaba poco tiempo en ella y el lugar ya no tenía mucho significado para mí. Buenos Aires me había absorbido y volvía cada vez menos.

      Estaba cursando el último año de la carrera cuando retorné para Semana Santa, a pedido de papá. Llegué un jueves en el tren de la noche. Me extrañó que fuera Horacio y no papá quien me estuviera esperando en la estación. En el auto, camino a casa, comentó: “Ya te estás olvidando del pueblo; no viene mal que de vez en cuando te des una vuelta”. Inquieta, contesté: “Papá me pidió que viniera. Es raro que él no estuviera esperándome”. Y él respondió: “Mañana vamos a hablar de eso. Tu padre te espera en casa”. Al llegar, papá salió a mi encuentro y lo vi agobiado. Al saludarme noté su agitación, la voz ronca y entrecortada por la tos cuando le dijo a Horacio: “Quedate a cenar, está todo listo”. Antes de volver al auto, le respondió: “No, Reinaldo; llegó de Rosario mi hermana con su familia. Sabés que no le puedo fallar a mamá; el bacalao que ella prepara es imperdible. Mañana me doy una vuelta”. Él partió, nosotros entramos a la casa.

      Al día siguiente desperté tarde, iba a desayunar cuando escuché a Horacio entrando por el zaguán: “Me parece que llego justo para compartir un café con mi ahijada”, dijo anunciando su presencia en voz alta. “Sí, llegás a tiempo, recién me levanto y todavía no desayuné”, le respondí. Nos sentamos en la galería, Manuela trajo la bandeja con el desayuno, la dejó en la mesa baja frente a la chimenea y se retiró. “Es bueno verte, Carmen. Y también es bueno que te des un respiro en tus estudios. ¿Decime, tu padre anda por aquí?”. Temprano lo había escuchado hablar con alguien. “Creo que lo vinieron a buscar”, contesté. “Lo visito todos los días, dijo, ahora anda remolón y cada vez sale menos. Al campo se hace llevar, ya no saca su auto.” Algo me estaba insinuando Horacio y comenté: “Me llamó la atención que me pidiera venir en estos días. Lo veo desmejorado, no estaba así cuando lo dejé en el viaje anterior”. Con la serenidad que lo distinguía trató de explicar: “Sí, le sugerí que vaya a Buenos Aires y se haga unos estudios”. “¿Qué es lo que ocurre?”, pregunté. Calmo contestó. “El cigarrillo es una de sus debilidades y creo que está empezando a pagar las consecuencias. Puede haber otros factores que tengan que ver con su deterioro y por eso es necesario un examen completo, para saber a qué atenernos”. “¿Vos qué pensás? Siempre llevó una vida sana, activa”, agregué. Apuró lo que quedaba en la taza de café, y antes de salir dijo: “El diagnóstico lo podré hacer una vez que tenga los estudios, que aquí no tenemos la posibilidad de hacer. Le sugerí que viajara a Buenos Aires lo antes posible; allí está todo. Tranquila, ya te voy a tener al tanto; nos vemos antes de tu partida”. Se levantó, me dio un abrazo y salió.

     El domingo de Pascua viajamos a Buenos Aires. Desde el tren veía pasar las varillas enhebradas en los alambrados. Cuando era chica las contaba hasta que la velocidad me impedía. A lo lejos, los escasos montes caminaban lentos hacia atrás. Al cabo de unas horas aparecían casas, se iban agrupando más y más; así la ciudad se iba armando como un rompecabezas, hasta convertirse en un bloque de cemento. Estábamos llegando. Papá sentado a mi lado se mantuvo en silencio durante todo el viaje. Al día siguiente, mientras desayunábamos, me dijo: “Hoy tengo la primera consulta y espero que no sean muchas más para terminar cuanto antes y regresar. Sabés que la capital nunca me gustó y menos en estas circunstancias”.

     Preparé todo para ir a mi clase y antes de salir le recordé que a media tarde ya estaría de vuelta. “Creo que a esa hora ya me vas a encontrar aquí”, dijo. Cuando regresé aún no había llegado; pasaron unas horas y escuché abrir la puerta. Fui a su encuentro. “¿Alguna novedad?”, pregunté. Dejó las llaves y un sobre arriba de la mesa del comedor. Se dirigió a su habitación, diciendo: “Esta noche cenamos afuera. Será temprano, vos madrugás”. A las nueve estábamos en el restaurante de costumbre, sentados a la misma mesa. Se acercó el mozo y le entregó la carta. Él sin abrirla me la pasó y dijo: “Elegí vos; para mí el lomo con la guarnición de siempre, y traiga todo a la vez, yo espero”. El mozo esperó a que hiciera mi pedido y nos dejó solos.

      Tras un breve silencio, desplegó su servilleta y comenzó a hablar con voz ronca, pero firme: “Carmen, en la consulta de esta mañana los médicos se mostraron cautos, me dijeron que debo esperar los resultados”. Bajó la mirada, alineó los cubiertos a los costados del plato, y continuó: “Yo sé que tengo para poco tiempo. Vos quedate tranquila, nada te va a faltar; a fin de año, cuando te recibas, harás tu viaje a Europa. El campo ya está a tu nombre, sólo falta un papeleo que tenés que firmar en la escribanía. Estanislao Carranza está al tanto de mi decisión, cuando yo falte podrás confiar en él”.

     El mozo llegó con el pedido y comenzó a servirnos. Se interrumpió el monólogo y terminamos de cenar en silencio. Las pocas cuadras que separaban el restaurante del departamento las hicimos caminando, sin hablar; todo me había parecido un trámite. Por la noche desperté varias veces, lo escuché toser y levantarse. Menos de una semana duró su estadía.

      Con los estudios partió nuevamente a Médanos. Al día siguiente llamé por teléfono a Horacio, quería saber el resultado de los mismos y su diagnóstico: “Ayer me trajo los exámenes y aparecen valores de arsénico muy altos. Me preocupa, el agua de la zona lo contiene pero en porcentajes aceptables para el consumo humano. Tendrá que regresar para hacer otros estudios que puedan dar signos más precisos sobre lo que le está pasando. Con estos análisis no puedo arribar a un diagnóstico.” 

     Papá regresó, los nuevos estudios acusaron un grave deterioro cardíaco y respiratorio. Se negó a iniciar los tratamientos sugeridos y decidió quedarse en el departamento unos días, aislado en su escritorio. El desmejoramiento era evidente, cada vez que sonaba el teléfono se sobresaltaba. De pronto tomó la determinación de regresar a Médanos y le pidió a Horacio que el encargado del campo lo viniera a buscar en el auto. Pasaron pocos días cuando, saliendo para la facultad, vi a mamá parada a pocos metros de la entrada.

      Avanzó hacia mí, me abrazó. Me acariciaba sin soltarme. Recuperé su perfume, su imagen, su actitud… Seguía siendo la misma, el cabello rebelde se le escapaba del broche que lo sujetaba. Había vuelto a Buenos Aires y la pintura seguía siendo su prioridad. Reiniciamos lo interrumpido sin mencionar el pasado; compartimos salidas con la alegría que la caracterizaba, muchas veces en compañía de Gerardo. Nunca mencionó las cartas, nunca habló de papá; tampoco le mencioné a él nuestro reencuentro que coincidió pocos días después de que me comunicara que volvería a Médanos definitivamente. Se acercaba fin de año y papá había decidido no regresar a Buenos Aires. A cualquier sugerencia que se le hiciera para mejorar su estado con terquedad respondía: “Estoy en lugar que tengo que estar”. Yo lo llamaba por teléfono casi a diario; las conversaciones eran cortas, el tono de su voz cada vez más débil.

      Decidí postergar los exámenes finales para el próximo año y viajar para Navidad. Una vez más Horacio me esperaba en la estación y me habló de la gravedad de papá. Cuando llegamos a la casa entramos directamente a su cuarto. Papá le hizo un gesto con la mano, Horacio nos dejó solos. Me senté en la cama, él se retiró la máscara de oxígeno, me miró, deslizó su mano con el puño cerrado hacia la mía.

      Al tomarla sentí la piel seca y fría pese al calor; las ventanas cerradas contribuían a que el clima del cuarto fuera más denso. Dirigió su mirada hacia la puerta que estaba a mis espaldas. Giré la cabeza y vi a Manuela observándonos. Me volví hacia él, aflojó su mano, cerró los ojos y siguió respirando con dificultad. Me levanté, fui al cuarto, empecé a sacar la ropa de la valija; la puerta que daba a la galería estaba abierta y vi que Manuela pasaba hacia la cocina. Supe que la cena estaba servida en el comedor. Horacio visitaba a papá todos los días, compartíamos un café con charlas triviales, hablábamos de mi futuro profesional, de los sucesos del pueblo, siempre obviando el proceso terminal de una enfermedad sin diagnóstico preciso. Cuando pregunté qué lo aquejaba, la respuesta fue: “Es un deterioro general…” Los días eran largos, calurosos, la lluvia se negaba. 

     El Negrito merodeaba llorando por los rincones, no tenía quien lo mandara ni pasto para cortar. El viento levantaba polvaredas secando todo lo que encontraba a su paso. Aquella madrugada de fines de enero una brisa recorrió mi dormitorio; abrí los ojos, por la mirilla de la celosía se filtraba el amanecer. Me levanté, fui al cuarto de papá; Manuela estaba inclinada sobre él. Me acerqué y vi cómo le bajaba los párpados. Se enderezó; erguida y con las manos cruzadas se retiró unos pasos sin dejar de contemplarlo; su rostro perdió el gesto inconmovible y pareció alumbrarse. Salí del cuarto, eran las seis de la mañana, llamé por teléfono a Horacio diciéndole que papá había muerto. Lo esperé en el patio mirando cómo la claridad del día comenzaba a iluminar el oeste, cargado de nubes oscuras; el sol despuntaba amenazando un día abrasador. Horacio, a mi lado, tomaba las decisiones. Le pedí que el entierro fuera esa misma tarde.

      El velatorio se dispuso donde había sido el escritorio. En poco tiempo la casa se llenó de gente que no paraba de hablar; las miradas se me pegaban, el calor era insoportable. Todo pesaba y parecía transcurrir lentamente. A la tarde partimos para el cementerio. Desde el auto, sentada al lado de Horacio, vi a Manuela cerrar la puerta de calle cuando vio partir el acompañamiento. 

      Nos detuvimos en la iglesia. Recuerdo el tañer de las campanas, manos húmedas que me seguían tocando, el responso, el cortejo volviendo a arrancar, la llegada al cementerio y el ruido de la madera deslizándose en el piso del carruaje; gente que se ofrecía para transportar el féretro. Al entrar, el olor acre de las flores marchitas se mezclaba con el del agua podrida de los floreros. Caminamos unos metros hasta la bóveda, nos detuvimos, más ruido a madera y luego el golpe de la puerta de bronce cerrando la bóveda. Horacio me tomó del brazo hasta subir al auto. Al llegar a la casa le pedí que me dejara sola “Sabés que me podés llamar a cualquier hora”, dijo. Bajé del auto, abrí la puerta de calle; al trasponer el umbral, gemidos roncos, desgarradores invadían el silencio de la casa; venían del galponcito. Allí, tirada en el suelo estaba Manuela con el Negrito en brazos. Aún no le había sacado la soga, ya floja, de alrededor del cuello. Truenos sordos se mezclaban con sus sollozos. Cuando sacaron el cuerpo del Negrito era casi de noche y llovía intensamente. Manuela detrás, agarrada de la camilla, a los tropezones subió a la ambulancia. 

     Entré a la casa, los relámpagos iluminaban el interior de la galería y los truenos cada vez más fuertes se asociaban con el ruido de la lluvia al caer sobre el techo de chapa. Horacio interrumpió: “Vamos, Carmen, no podés quedarte sola”. Me llevó a su casa. Cuando terminamos de cenar me levanté y salí al corredor. Ya no llovía, el olor a tierra mojada, el canto de las ranas, de los grillos escondidos en los canteros del jardín, predominaban en una noche que no dejaba ver lejos. La luz que escapaba por la puerta del comedor de los Carranza hizo que me reconociera en mi sombra. Horacio se acercó, me invitó a sentar en los sillones de caña que a un costado de la puerta rodeaban una pequeña mesa. 

      Buscando con la mirada el fondo del jardín empezó a hablar: “Mirá la Manuela, qué destino. Su madre, una mapuche que pasó su vida en la estancia, ya estaba en ese campo cuando lo compró tu abuelo. Era la cocinera. Allí la parió y a su muerte ella ocupó el lugar. Cuando nació el Negrito tu abuela se hizo cargo de la situación y la siguieron teniendo en la casa”. Se detuvo un momento y siguió: “Contaban que la Manuela disimuló muy bien su embarazo. Se enteraron de que el Negrito había nacido una mañana de mucho frío, cuando tu abuelo se levantó y encontró la cocina de leña apagada. La buscaron y la hallaron acostada en su catre, con el crío envuelto en trapos, intentando prenderlo de la teta. Sola, callada, lo había traído al mundo. Y allí quedaron los dos, en el campo, instalados, sin hacer ruido, como perteneciendo al lugar.” Hizo una pausa, se levantó, caminó unos pasos hacia el borde de la galería y, dándome la espalda, siguió con el relato: “Tus abuelos no le dieron mayor trascendencia al hecho. En ese momento tenían una preocupación mayor: se estaban terminando las vacaciones de invierno y Reinaldo no quería volver al internado de Buenos Aires a terminar el bachillerato. Se había puesto terco, no quería hablar con nadie, decía que quería quedarse en el campo, que ésa era su vocación”. Giró hacia mí y continuó: “Después se le pasó, terminamos el bachiller juntos; lo mío fue la medicina; tu abuela, doña Enriqueta, soñaba con verlo abogado. Cuando estaba en tercer año de la carrera conoció a tu madre, al poco tiempo se casaron y vinieron a vivir a la estancia”. Se detuvo un momento y pregunté: “Vos, cuándo la conociste a mamá”. Dándome la espalda, contestó: “En la misma época”. Me pareció oportuno decirle: “Mamá ahora está en Buenos Aires. Volvió en noviembre, nos vemos casi todos los días”. Horacio, sin mirarme, dijo: “Es una buena noticia, no tenía sentido que estuvieran distanciadas. Nunca fue su idea”. Caminó hacia la puerta del comedor; antes de entrar, se volvió para mirarme y dijo: “Tu día fue largo, Carmen. Es hora de descansar”

     A la mañana siguiente compartí el desayuno con Horacio y sus padres. Estanislao me preguntó qué decisión tomaría: “Quiero volver a Buenos Aires lo antes posible”, respondí. Él insistió: “Entiendo, estarás informada de que tu padre dejó un patrimonio importante y podés disponer de él”. No contesté. Tras una pausa continuó: “Siempre pensó que podrías seguir tus estudios en el exterior…” Sin ganas de hablar sobre el tema, interrumpí: “Sí, en algún momento me lo sugirió”. Horacio entendió y salió al cruce de la conversación, diciendo: “Tomate tu tiempo, Carmencita. Yo viajo dos veces por mes a Buenos Aires, no vamos a perder el contacto”. Queriendo dar por por finalizado el asunto, agregué: “Luisa nos atendió a mamá y a mí, conoce las costumbres; si ustedes pueden hablar con ella, es la persona indicada para que atienda la casa en mi ausencia”. Solícito, Estanislao contestó: “Nos vamos a encargar”.

      Así se completó el diálogo; terminamos el desayuno y regresé a la casa a preparar mi equipaje. Al mediodía, Horacio; me llevó a la estación. A medida que el tren se iba alejando de Médanos, aumentaba mi calma.



DISEÑO DE TAPA - LAURA JAKULIS

FOTOGRAFÍAS: MARTA PUEY

Continúara el próximo domingo.....  a las 15hs en:


Atrapados por la Imagen


EDITORIAL -  ATRAPADOS POR LA IMAGEN - 



Segunda edición 2023


Clasificación Comercial Nacional: LITERATURA / LITERATURA ARGENTINA / NARRATIVA / NARRATIVA CONTEMPORÁNEA ARGENTINA

RL-2022-18030193-APN-DNDA#MJ

REGISTRO EDITORIAL



ATRAPADOS POR LA IMAGEN

Administración:


Tesi Salado


Isa Santoro


 Luisiana Ayriwa


Laura Jakulis


Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.

4 comentarios:

  1. En este capítulo el personaje de Carmen reflexiona sobre su infancia y adolescencia, se devela una relación distante e indiferente con sus padres. La escritora desentraña con sutileza la identidad del padre de Carmen, así como el origen del hijo de la criada que trabajaba en su hogar.
    La autora pinta con habilidad la vida en los pequeños pueblos, destacando la calma tediosa que envuelve a sus habitantes y demuestra su habilidad para dar vida a los ambientes y las situaciones, así como para explorar las complejidades de las relaciones humanas.
    Lo más notable es cómo todos los protagonistas, a pesar de sus diferentes caminos, han llevado una vida marcada por la desdicha. Gracias Marta por esta nueva entrega, y... esperamos el final. Te deseo éxitos.!!! Un abrazo.

    ResponderBorrar
  2. Inmensa tu devolución Tesi querida,

    ResponderBorrar
  3. Simplemente gracias Marta! Totalmente atrapada en esa casa, en ese departamento, vivenciando con Carmen cada momento. Un lujo leerte!!!!!

    ResponderBorrar
  4. Gracias Susi, por los quince domingos compartidos
    Hermoso vínculo que las letras se encargarann de seguir bordando .

    ResponderBorrar

deja tu comentario gracias!