SEMBLANZA DE DON MANUEL BELGRANO
Hay hombres que nacen
con una luz interior.
Manuel Belgrano fue
uno de ellos aunque, curiosamente, nunca pareció ser conciente de esa condición
especial.
Antes bien, siempre
estuvo atento a sus límites o errores como si de superarlos dependiese la
construcción de sus sueños. Tampoco pensaba en resultados, su vocación era el
trabajo comprometido, el hacer algo del mejor modo posible con la pasión que el
objetivo reclamaba y el desapego necesario para no esperar nada a cambio.
Pero dentro de él,
esa luz – por ser energía viva- buscaba la trascendencia. En algunos momentos
de aquellas vidas señaladas, la luz emerge y se expande. Se hace una con otras
de similar intensidad y es entonces que se producen los cambios en el mundo.
En la historia, se
repiten generaciones de hombres iluminados que, por el impulso interior, se
reúnen y con la suma de sus llamitas personales generan una revolución, abren
la puerta de las ciencias, cambian el rumbo de las artes o escriben con nuevas
palabras lo que siempre se dijo.
Don Manuel aportó a
su tiempo una presencia reconocida en todos los campos de la cultura.
Acompañó la política
de un pueblo joven, jugando el papel que en cada situación se le demandó. Habló
de la libertad y reclamó la independencia desde lugares que no eran de
liderazgo. Así también, empuñó la espada y se convirtió en un jefe militar que
suplía con estrategia y humanidad las carencias de su formación, tan grandes
como la falta de recursos.
Interpretaba que su
misión mayor era la de llevar el mensaje de Mayo a los rincones más aislados de
su tierra, no como un puñado de bellas ideas sino como una serie de aportes
concretos para el crecimiento de las pequeñas comunidades. Para ello, la
educación resultaba la mejor herramienta y de allí su preocupación para dejar
una escuela en cada sitio que su ejército tocaba y aquel legado material que
tantos años tardó en verse cristalizado.
Belgrano era dueño de
una sensibilidad estética muy marcada. Le atraía la belleza en todas sus
expresiones. Por eso no es extraño que al pensar en una bandera para su gente,
los colores de la recién nacida Escarapela se fundieran en su mirada con el
poderoso sol de los inkas y tomaran la proporción justa y armoniosa que desde
entonces aprendimos a amar y admirar. Si se me permite un juicio de valor poco
objetivo: no pudo hacerla más hermosa.
Es de las pocas que
no alberga en sus pliegues símbolos guerreros, de conquistas o glorias épicas.
Nuestra Bandera, la de Belgrano, es un canto a la vida y la naturaleza. Sus
colores hablan del cielo, del agua, de la luz del sol que sostiene nuestra
existencia.
Brilla entre todas,
para recordarnos a ese hombre de profundo espíritu que sin ningún
reconocimiento llegó al final de sus días apenas acompañado por la tristeza de
ver sus sueños desdibujados por la intolerancia y la ambición de quienes un
día, dijeron compartirlos.
Cuentan que estaba en
tal situación de pobreza que sólo le quedaba su reloj. Creo que se equivocan.
Al día de su muerte, Don Manuel Belgrano conservaba intacta su luz interior, la
que lo hizo ser quien fue: fiel a sí mismo en su entrega absoluta, fiel a su
Patria ante la que sacrificó hasta el amor humano.
Esa luz que nos dejó
como herencia para que no olvidemos que son pequeños hombres y mujeres los que
levantan grandes naciones.
Texto: María Rosa de Garín
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
deja tu comentario gracias!