"RELATOS PARA DESAHUCIADOS"
Autor: MARCELO COLUSSI
Hoy Presentamos :
"Síntomas peligrosos"
Registro de Atrapados por la Imagen -RL-2022-18030193-APN-DNDA#MJ |
Editorial Atrapados por la Imagen, es un espacio gratuito dedicado a difundir:
¡El arte de todos!
¡¡Gracias Marcelo, por confiar en Atrapados, te deseamos muchos éxitos!!
Imagen libre de la Web |
"Síntomas peligrosos"
Esa mañana, como todas las mañanas, Silvina fue la primera en levantarse. Le pesaba un poco el sacrificio de ser la fuerte de la casa, el sostén de su familia; pero lo aceptaba gustosa. Sentirse la artífice en la recuperación del alcoholismo de su esposo la llenaba de orgullo. Ello le permitía dos cosas: por un lado, volver a estar tranquila en su pareja (los años en que Sergio consumía habían sido sumamente tormentosos), y por otro, tener la sensación de que no era tan inservible como solía creer.
Saliendo del baño sintió el primer indicio: un leve mareo. No le prestó particular atención, pero cuando la cuchara con la que estaba preparando el café, para el desayuno de su esposo y de su hijo, se le cayó de las manos, comenzó a preocuparse. No era común que se le deslizara de entre los dedos de esa manera; no había sido una caída cualquiera del utensilio. Ahí había algo más.
Cuando el resto de la familia se levantó, la mesa ya estaba servida. Como siempre, Silvina había cuidado cada detalle. Sergio nunca advertía eso, y Claudio, el único hijo que tenían, parecía vivir en otro mundo. En realidad, en cierta forma vivía en otro mundo: con sus 19 años cumplidos, no hacía nada en la vida. No estudiaba ni trabajaba, y no tenía claramente dibujado un proyecto a futuro. Todo le daba igual. El incipiente alcoholismo que comenzaba a descubrírsele no le resultaba una preocupación.
Terminando de desayunar, cada uno de los tres se dirigió a sus ocupaciones habituales. La madre acomodó rápidamente los trastos utilizados y salió rumbo a su trabajo: el estudio contable donde se desempeñaba como contadora. Sergio terminó de arreglarse y se marchó a la oficina del Seguro Social, donde desde hacía varios meses cobraba regularmente su seguro de desempleo, y en la que le estaban buscando un trabajo fijo (difícil de conseguir, porque las patronales privadas, en general, no contratan a ex alcohólicos). Y Claudio continuó con lo de siempre, es decir: pasar la vida (ese día iba a acompañar, simplemente como allegado, a un grupo de músicos amigos que iban a hacer una grabación).
Así pasaban sus días cada uno de los tres: Silvina trabajando de sol a sol, manteniendo a su esposo e hijo; Sergio, sintiéndose un problema, una carga, pero buscando salir de esa posición; Claudio, sabiéndose una carga, pero no importándole.
En la oficina, atendiendo unos clientes, Silvina volvió a tener indicios preocupantes: cuando se incorporó de una silla no podía mantener bien el equilibrio. Pensó que era fatiga por el exceso de trabajo: ella hacía todo en la casa, e incluso se llevaba trabajo del estudio a su hogar. Muchas veces se acostaba a medianoche, y todos los días se levantaba alrededor de las 5:30 hs. de la mañana, e incluso, como “trabajo extra”, era ella quien buscaba sexualmente a su pareja (el alcoholismo de años había dejado síntomas de ocasional impotencia en Sergio, y una prolongada falta de apetito para los oficios amatorios). Silvina, sin confesárselo a nadie, debía apelar a la masturbación más de una vez (no se atrevía a aceptar las no pocas ofertas de varones que le revoloteaban en torno).
Cuando los indicios de falta de coordinación motora fueron repitiéndose con mayor frecuencia y profundizándose en su gravedad, Silvina comenzó a pasar de la preocupación a la casi desesperación. De todos modos, fue una desesperación silenciosa: no se atrevía a decirle nada a su esposo o a su hijo porque sabía que cualquier queja caería en saco roto. La desidia de ambos varones para con ella era casi absoluta: Sergio ni en la cama, salvo raras excepciones, se ocupaba de ella. Y Claudio no se ocupaba de nadie, ni de su madre ni del mundo. Su alcoholismo en ascenso le alcanzaba para todo.
Unos días después, cuando los indicios ya podían ser considerados más que eso, cuando pasaron a ser síntomas sin capacidad de ser dominados, consultó con un neurólogo. El médico, muy profesionalmente, fue claro y terminante: esclerosis múltiple.
La explicación del galeno la dejó estupefacta: por cultura general sabía lo que significaba esa enfermedad, pero solo con una noción muy vaga. La explicación detallada, por el contrario, la puso en un estado inesperado, comenzó a negar lo que le estaba pasando.
Nunca habló de los síntomas con su familia, y mucho menos mencionó lo de la consulta al especialista. Secretamente, aunque en forma racional sabía que estas patologías son degenerativas, que no tienen marcha atrás, albergaba la esperanza de que lo suyo fuese pasajero. Todos los días, al despertar, lo primero en que reparaba era su estado general, tratando de compararse con el día anterior, esperando la mejoría.
Pero la mejoría no llegaba nunca. Por el contrario, el mal se agravaba.
Había indicios claros y terminantes de que la cosa no iba para mejor; Silvina lo sabía y no podía ocultárselo. Aunque de alguna forma, siempre encontraba la manera para engañarse: cada dificultad nueva –sentir que el agua se le escapaba por un costado de la boca cuando se enjuagaba luego de cepillarse los dientes, o la imposibilidad de enhebrar una aguja, por ejemplo, la atribuía a causas por demás absurdas: el calor, el frío, el cansancio, la humedad o el tiempo demasiado seco. Al pensar en secreto la marcha de la enfermedad, entraba en pánico. Por eso, el silencio le parecía el mejor antídoto: no hablar de lo que sucedía era –fantasiosamente– como que nada de eso estaba sucediendo. Pero sucedía.
Llegó un momento en que los síntomas empezaron a ser evidentes para Sergio y Claudio. Cuando le preguntaron, la primera reacción de Silvina fue negarlos. Pero la mentira no pudo durar mucho tiempo. Preparar las comidas (desayuno y cena, el almuerzo cada quien lo hacía fuera de casa) le resultaba cada vez más un suplicio; los utensilios caían con mayor frecuencia, y cada vez arruinaba más ingredientes. Cuando no pudo ocultarlo más, con un llanto incontenible lo confesó. Su esposo y su hijo quedaron atónitos.
Esa confesión fue la que llevó a Sergio a retomar la bebida. Como todo alcohólico que recae después de un período de abstinencia, pareciera que la nueva época de consumo es una toma de revancha por el “tiempo perdido”. De ahí que su recaída fue tremenda: en pocos meses bebió lo que no había hecho en años.
La furia bebedora desatada en Sergio, más la situación de creciente imposibilidad en su madre, fueron las causas que impulsaron a Claudio a sumergirse también profundamente en el alcohol. La excusa de “acallar las penas” en aumento, más allá de una decorosa explicación “oficial”, no convencía a nadie. Lo cierto es que tanto el hijo como el padre terminaron siendo unos enfermos alcohodependientes. Su consumo empezó siendo moderado, casi a escondidas. Paulatinamente fue creciendo hasta convertirse en la razón de sus vidas. La enfermedad de Silvina funcionaba como perfecta causa (aparente, claro).
Los ruegos, desesperados a veces, de la esposa/madre, no sirvieron para detener la carrera etilista de ambos varones. El consumo fue subiendo casi día a día. Eso trajo aparejado un problema nuevo: el producto consumido había que pagarlo. Y si bien ni padre ni hijo tenían gustos particularmente exquisitos al respecto, cualquier bebida espirituosa costaba dinero. Un dinero que ni Sergio ni Claudio tenían y que, por tanto, debía provenir de Silvina.
El círculo vicioso comenzó a cerrarse en forma progresiva. La contadora podía trabajar cada vez menos dado el avance de su enfermedad, debiendo aportar cada vez más en términos económicos. Su situación de empeoramiento incesante angustiaba a su esposo y a su hijo, quienes huían de la espantosa realidad bebiendo más y más. Pero para beber, necesitaban cada vez más dinero, que tenía que aportar una mujer cada vez más imposibilitada.
En principio, Sergio y Claudio consumían por separado, en sus respectivos círculos. Luego comenzaron a hacerlo juntos. Los bares de más baja calidad los empezaron a ver con mayor frecuencia: padre e hijo no tenían ninguna vergüenza de reconocerse mutuamente como alcohólicos. Por el contrario, algo muy profundo los unía en todo ese patológico cuadro.
Silvina empeoraba. Sus primeras dificultades al agarrar objetos se transformaron, bastante rápidamente, en una imposibilidad total. Lo que en un principio era una marcha dificultosa, ahora se había transformado en una penosísima tarea. Ya casi no caminaba. Incluso hablar se le dificultaba. Llegó un momento en que terminó totalmente postrada. Incorporarse para ir al baño le era ya materialmente imposible. El drama se desencadenó.
Padre e hijo seguían su imparable carrera alcohólica. Paulatinamente habían ido vendiendo diversos enseres de la casa para conseguir el dinero necesario para los tragos. Pero nunca era suficiente. Como todo adicto, Sergio y Claudio eran insaciables, jamás se daban por satisfechos. Cualquier alcohol etílico, no importando la calidad –incluso cosas que se le parecieran: perfume, alcohol medicinal, líquido refrigerante– podía servir. La decadencia moral –¡ y la física!– eran cada vez más profundas. Como profunda era la postración de Silvina.
La contadora hacía ya tiempo que yacía en una cama. El deterioro había sido masivo, y llamativamente rápido. Los médicos estaban sorprendidos con la velocidad con que había avanzado la enfermedad; era algo curioso, porque en general la esclerosis múltiple toma más tiempo para devastar a alguien. El caso de Silvina había sido atípico.
La mujer, que no había perdido sus rasgos hermosos ni la provocativa figura de su cuerpo, pasaba sus días en la cama profiriendo unos inarticulados sonidos que, muy a duras penas, podían ser descifrados por su esposo o su hijo. Nadie más podía entenderla.
Así, en ese calamitoso estado de Silvina, el calamitoso estado moral de Sergio y Claudio provocó la decisión. Los dos varones, cada vez más alcohólicos y cada vez con menos recursos, tomaron la iniciativa.
Ni la más mínima pizca de culpa se les atravesó: la imperiosa, enfermiza, loca necesidad de tóxico los llevó a lo que, sarcásticamente, llamaron “la solución final”: prostituyeron a Silvina.
Los primeros días nadie acudió a la promoción. Incluso en un momento Sergio llegó a preguntarse si lo hecho no estaba mal. Pero rápidamente, ese pasajero sentimiento de culpa se disipó cuando empezaron a llegar los primeros clientes.
¿Quién querría hacer el amor con una enferma postrada en una cama, que además no puede proferir palabra?, podría preguntarse el sentido común. Pregunta banal, si se quiere, porque la fila de clientes que comenzó a formarse fue increíble. Llegaban de todas partes, hasta del extranjero. Y, por supuesto, también se dieron casos curiosos, llamativamente perversos: por ejemplo, las mujeres que llegaban con sus penes plásticos para hacerle el amor a Silvina, o el sacerdote que apareció circunspecto (Sergio lo conocía de años atrás, cuando solía visitar iglesias), por supuesto vestido de civil. O un discapacitado que fue llevado en su silla de ruedas, y al que tuvieron que sostener entre dos personas para que realizara su acto amatorio. Un sobrino lejano de Silvina, que se enteró de la promoción a través del internet sin saber que era su tía el “juguete” ofrecido, se arrepintió al llegar a la puerta de la casa, porque “con la familia no se hacen esas cosas”.
La cuenta bancaria de Sergio (Claudio no disponía de una) fue creciendo vertiginosamente. En muy poco tiempo el licor barato fue reemplazado por fino whisky escocés añejo. El consumo, por supuesto, también siguió creciendo.
Nunca pudo saberse qué pensaba Silvina de todo esto. Los cuidados médicos jamás le faltaban; ocasionalmente –algún domingo soleado, el esposo y el hijo la sacaban a pasear. Su demandante mirada aterrorizada podía asustar a quien la observara fijamente. El pedido de auxilio parecía surgirle de lo más hondo, pero quedaba ahogado en roncos sonidos guturales que nadie podía descifrar. Las lágrimas que a veces brotaban de sus desesperados ojos llamaban a la compasión, pero persona alguna podía suponer la escena que daba lugar a ellas. Su vulnerable situación lo explicaba todo, o, al menos, esa era la explicación “oficial”.
Junto al consumo de bebidas finas, los lujos habían comenzado a aparecer en padre e hijo. La fuente dispensadora de dichas parecía no tener fin. Así como no paraba de acrecentarse la clientela, tampoco se detenían los lujos. Siempre había algo nuevo: las visitas a prostitutas caras, la buena comida, la vestimenta refinada, la idea de tener un Lamborghini. Silvina, ¿quién iba a pensarlo?, gracias a su deplorable estado, era un buen negocio.
Padre e hijo recordaban, entre graciosos y sorprendidos, que las primeras caídas de utensilios que había tenido la esposa/madre, según ella misma lo relatara en alguna oportunidad historiando el origen de su enfermedad, habían sido “su salvación”. “¡Qué bueno no haberle prestado toda la atención del caso en su momento!”, se regodeaba Sergio. “Si se metían los neurólogos desde el principio… no estaría pensando yo en un Lamborghini ahora…”
La misma angustia espeluznante que transmitían los ojos de Silvina, evidenciaron los de Sergio la mañana que, desayunando junto a su hijo Claudio, se le cayó una cucharita de la mano.
©MARCELO COLUSSI
©RELATOS PARA DESAHUCIADOS
Guatemala
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
""Síntomas peligrosos" Es un relato terrible!!! El autor expone las miserias humanas de una manera tan cruda, que llega a incomodar al lector, pero que a su vez, no podemos dejar de seguir leyendo hasta el final... ¡¡"El desenlace que tanto esperamos" maravilloso Marcelo!! Felicitaciones, amigo!!!
ResponderBorrarMuchas gracias Laura. Espero que no te hayas asustado mucho. ¿Si te dijera que esto es una historia verídica, qué dirías?
ResponderBorrarufff!!! no queria saber....... pobre Silvina!!!!
BorrarIndudablemente en esa familia no había uno sano.
ResponderBorrarNi pensar en los abuelitos.!!!!
Bueno... pasa en las mejores familias, como se dice. ¿Hay familias "sanas"?
BorrarLo dudo.
BorrarUn cuento tan bueno como escabroso, si en verdad es cierto que en los cuentos, puede haber algo de la realidad, al menos pasa con los cuentos de Quiroga, sólo deseo que el final haya sido el mismo. Eso sería justicia!! felicitaciones, Mario, un cuento que me costó terminar de leer por su oscuridad, pero por suerte, lo hice y el final fue el que esperaba...digamos. Un abrazo!!
ResponderBorrarTe agradezco infinitamente tus palabras, pero.... yo no soy Mario
BorrarPerdón por mi error, es verdad, Marcelo. Igual es tu cuento, y a él me refería, mis felicitaciones, Marcelo!
BorrarLa descripción de Marcelo Colussi de un cuadro familiar toxico merece todos los elogios,
ResponderBorrarEl clima, y los sucesos son compartidos por el lector de manera casi presencial. merito del autor que con clarudad hacr análisis de una situacione extrema, Felicitaciones!
Muchas gracias. Pero créanme: esto no es tanta ficción. Está inspirado en hechos reales...
Borrar"No lo dudo, Marcelo, por eso hago referencia a su "claro análisis de una situación extrema", más allá de haberme permitido una humorada, quizás irrespetuosa, en el primer comentario, qué sabrá comprender.
BorrarSus relatos no excluyen la realidad.
Gracias
Un relato impactante y sombrío, que destaca por su narrativa cruda y realista, sus personajes complejos y su capacidad para cuestionar la moralidad humana en situaciones extremas, enfrentando al lector con los aspectos más oscuros de la condición humana. La historia está llena de detalles explícitos que crean un ambiente opresivo y perturbador, provocando una profunda reflexión sobre la falta de empatía y las consecuencias de acciones en la vida de los demás. Gracias Marcelo, por esta nueva entrega!! El mejor de los éxitos!!!
ResponderBorrarBueno.... la vida es algo así: cruda, con aspectos oscuros, dramática. Aunque no es solo eso, por supuesto. También da respiros.
BorrarDrama desgarrador. Muy bien narrado, palpable, vívido. La angustia, el desaliento, el asco (es el caso de decirlo) in crescendo, en el lector, Marcelo Colussi lo logra magistralmente. Gran cuento, de esos que te despiertan el deseo de leer otros de ese Autor. Espero el próximo!
ResponderBorrarEspero que haya próximos, por supuesto que sí Pedro Pablo.
ResponderBorrarUna historia bien narrada, donde afloran todas las miserias humanas, difícil de leer para las personas sensibles. Gracias Marcelo , y éxitos.
ResponderBorrarMuchas gracias Tesi. Un gusto saber que hay que lee estos garabatos y todavía me felicita. ¡Qué gran sorpresa! Un abrazo.
BorrarHola Marcelo. Efectivamente, te escribe el MK que conociste en Rosario. Terrible relato que se interna en el campo de la perversión y de la psicosis desde un sesgo literario. Supongo que está llevado a un extremo. No hay justos y réprobos en esta historia. Víctima y victimarios tienen su responsabilidad subjetiva sobre lo que consienten y lo que no consienten. Testimonio de la crueldad humana, que se pasea desencadenada por la época. Síntomas peligrosos, síntomas sin metáfora.
ResponderBorrarHola Mario. Parece que el cuento tocó fibras ¿no? Mucha gente reaccionó. En fin, la literatura se queda corta ante la realidad; cosas como estas pasan más de lo que nos imaginamos, aunque no se ventilen. Un gusto saber de vos, Mario.
Borrar