domingo, 15 de octubre de 2023

DOMINGOS DE NOVELA PRESENTA: "Cardo Ruso" - CAPÍTULO XV - "EL FINAL" Marta Puey -

 

Editorial ATRAPADOS POR LA IMAGEN Presenta: 

DISEÑO DE TAPA - Laura Jakulis

FOTOGRAFÍA DE TAPA  -  Ana Maria Zorzi


Segunda edición 2023




CARDO RUSO


CAPÍTULO 


XV




Carmen

Siento frío, la bata es poco abrigo y el fuego se ha consumido. Regreso al cuarto y busco, en el desorden del bolso, ropa interior, un suéter y un pantalón. Me los pongo, vuelvo a la galería y, frente a las pocas brasas que quedan, termino de desenredarme el cabello, todavía húmedo. Miro por la ventana, la niebla se ha condensado en las ramas alineando gotas que tiemblan y caen, el sol, enmascarado, se empeña en asomar. Corro la mirada hacia el rincón, allí en una mesa está el Wincofón; lo enciendo, elijo un long-play de Edith Piaf, la voz brota gangosa; cedo a la tentación y la acompaño murmurando la letra y recordando… París, mamá, Simone. Miro el reloj, es media mañana. Escucho que alguien abre la puerta de calle. El ruido de la llave en la cerradura me sigue sobresaltando. Bajo el volumen de la música, se abre la puerta cancel, es Luisa. Nos abrazamos apretado, huele a limpio, a jabón de pan, como siempre. Me cuesta hablar, a ella también. Me desprendo y apoyo una mano en su espalda encorvada, la llevo hacia la silla baja.

— Sentaté, Luisa — es lo primero que puedo articular.

— Me dijeron que anoche se veía luz en la casa. No lo podía creer, pensé que no volvería más. — Deja la bolsa de red en el suelo, lleva las manos debajo de la barbilla y afloja el nudo del pañuelo para sacárselo.

Siempre lo llevó puesto: en invierno por el frío, en verano por el sol. Su pelo está blanco. Ahora dobla el pañuelo sobre su regazo. Ella en la silla baja, yo en el sillón de papá. Toma la bolsa, saca un pan que deja sobre la mesita.

— Traje un pan de la horneada de hoy, todavía está calentito; también leche, algunos huevos y un pollo de los que estoy criando, de esos que se compran chiquitos y en una jaula se engordan en poco tiempo. Metí todo en la bolsa, por si acaso, para salir del apuro no más. —Vuelve a dejar la bolsa en el suelo, se estira la pollera tapándose las rodillas, cruza las manos y dice:

— Muchos años han pasado. — Se frota los pulgares, mira hacia los costados.

— Es cierto, tendrás mucho para contarme.

—Y… de bueno no mucho, de los Carranza, don Estanislao y la señora han muerto, quedó la hija que vive en Rosario y que enviudó.

 ¡Un desastre esa familia! — Saca un pañuelo del bolsillo, lo pasa por los ojos, luego por la nariz y agrega: — El Horacito, ahí está, con ese ataque que le dio y lo dejó tieso en la cama.

— Sí, me avisaron, es la razón por la que regresé.

— ¿El Fernando le avisó? Es médico, como el tío, y parece que se viene a hacer cargo de la clínica.

— Sí, él fue.

       — Y bueno, como le venía diciendo, al Horacito le ha dado la parálisis con algo de desmemoria. Por ahí conoce, por ahí no. —Hizo una pausa—: Yo lo fui a ver. — Pasa el pañuelo de una mano a la otra y continúa—: En mi opinión, no debió hacerse cargo de la municipalidad, con qué necesidad, si él con los militares no tuvo nada que ver. —Tras un suspiro, me mira y descarga—: En Médanos nunca pasó nada malo ¿eh?, nadie desapareció, a nadie mataron. —Desviando la mirada y en tono más bajo terminó con un comentario intencionado—: No es como en Buenos Aires, que secuestraban, y dicen que hasta mataban a la gente.

Sus comentarios apuntaban a obtener información. Hizo silencio esperando mi respuesta; al no obtenerla continuó, con la enfermedad de Horacio:

       — Fernando, el sobrino, desde que se recibió, como ya le dije, parece que se hace cargo de la clínica. Sí, el Horacito, al poquito tiempo de que se murieran los padres entró de intendente y no pasó mucho que la inauguró, le puso “Clínica Médica Médanos”, ¡¿vió que hermosa que es?! Y dicen que tiene de todos los equipos modernos; no se la va a llevar puesta, pero, por lo menos ahora, le sirve para estar bien atendido.

—Sí, anoche lo fui a visitar -contesté.

— Bueno…, y la que no falta un solo día es la Clara, la que fue su profesora.

—¿Lo visita?

       —Para qué vamos a andar con rodeos, era el Horacito que siempre la visitaba. Eso sí, todo medio tapado porque no era del agrado de su madre, y así fue como a la Clara se le fue pasando el tiempo, esperando que él se decidiera. — Se detiene, mira hacia el techo. — Vuelve a bajar la mirada y continúa—: Ahora la familia hace la vista gorda. — Vuelve a pasarse el pañuelo por la nariz—. Yo no tengo nada que decir de ellos, me tramitaron la pensión y nunca me dejaron faltar nada. ¿Usted, cuándo vino?

— Antes de anoche.

— ¿Y cómo encontró la casa?

— Encontré todo bien.

— Con todo lo que han estado pasando en lo de los Carranza, no creo que hayan podido atender las cosas de su campo. Yo… ya le dije, aquí no dejé de venir, y leña tampoco dejaron de traer.

La escucho sin contestarle, no cambia su discurso; quiere saber cuál será mi decisión respecto al campo, a la casa y lo que tiene que ver con ella. Al no obtener respuesta, dice:

— Esto se está apagando -dice mirando la estufa.

— Al lado del galponcito quedan algunos troncos.

— Ya traigo -murmura.

Se levanta, lleva el pan y la bolsa de red a la cocina; sale al patio y vuelve con la leña que agrega a las brasas.

— Está quedando poca. Yo en invierno, dos veces por semana, prendía el fuego para que a la casa se le fuera el olor a encierro — reitera haciéndose la distraída.

— Ahora que estás pensionada, trabajarás menos -comenté.

Lacónica me contesta:

— A la fonda de doña Hercilia, que en paz descanse, no voy más.

Era costumbre de Luisa responder instalando un tema de su interés. Va hacia la cocina, desde allí dice: — Seguro que si le hago café con leche lo va a tomar, ¿no?

— Sí, también hacé tostadas.

El olor a café y pan tostado me transporta… Luisa entraba a mi habitación, abría los postigos para que la luz me ayudara a despertar, luego traía la bandeja con el desayuno. A mamá no le gustaba madrugar; ella esperaba a media mañana para entrar a su cuarto, y abrir los postigos de par en par. Parece que escucho el diálogo entre ellas: “¡Luisa, cómo se te ocurre abrir de golpe los postigos; dame tiempo a abrir los ojos!” Sin darse por enterada de la queja, le contestaba: “Aquí está su desayuno”, y le dejaba la bandeja sobre los pies de la cama. “¿Vos, desayunaste?”, preguntaba mamá. “Para qué, con los amargos me alcanza”, contestaba indiferente, “Desayuná, haceme el favor”, insistía mamá.

Luisa vuelve de la cocina, retoma la conversación.

— Si quiere, yo puedo venir y hacerle la comida. Ahora la fonda es de la Ethel y yo no voy más — redondea con vehemencia, e insiste con la información, ansiosa por ampliarla.

— Está bien que descanses un poco.

Parada frente a mí responde:

      — El trabajo, a mí nunca me cansa; lo que me cansa es la gente cuando se cree más de lo que es. —Hace una pausa y retoma el tema—: Yo le trabajé a doña Hercilia casi veinte años; la pobre dejó la vida en esa fonda. Ahora la Ethel está apatronada. — Se detiene, y con menos intensidad agrega— : Está en su derecho, al fin es la dueña, pero todo cambió. — Se arregla la peineta que se le descuelga del cabello blanco; se acerca a la estufa y atiza el fuego con ímpetu—. 

El salón lo hizo a nuevo, agrandó la vidriera, abrió puerta a la calle, hizo pintar un cartel que abarca todo el frente y dice restorán Hercilia. Merecido se lo tiene la finadita. — Respira y con renovado impulso continúa: La entrada que tenían para el camioncito. ¡Tan bonita que dejaba ver la glicina del fondo! La tapó con la cochera porque hasta auto se compró. Desconocida quedó la casa. En el salón cambió las sillas, puso manteles de género, llenó todo de luces; además dice que hizo un curso de cocina, ¡qué sé yo! Viajar, viajaba. La cuestión es que contrató dos mozas, que para hacerse la fina les dice meseras. — Deja el atizador, gira nuevamente hacia mí y sin perder el impulso sigue: Lo que pasaba es que cuando se iban los clientes todas desaparecían, la única que quedaba dale que dale era yo. No se terminaba más. — Vuelve a tomar el atizador esperando mi comentario; al no tenerlo continúa—: Además de lavar y planchar los manteles, también las camisas del novio… Pedro se llama, el que compró la librería de don Antonio. Él nunca se hace ver con ella. Eso sí, todos los días va a almorzar y a cenar al restorán—. Vuelve a darse vuelta hacia la estufa, hace lugar entre las brasas, pone más leña y en voz baja añade— : Yo digo, ya que se da tantos aires, por qué no se hace valer con el novio. Dicen que compraron la librería a medias y que ella además puso la mercadería, pero yo sé de buena fuente que ella puso todo. ¿Sabía?, Don Antonio murió, la librería no cerró porque en esos días volvió este Pedro, que ya había estado en el pueblo hace años. — De esa manera me hace saber de qué Pedro se trata.

— Lo recuerdo a don Antonio, yo le compraba los útiles para la escuela.

Luisa desistió de su indagatoria sin resultado, y cambiando abruptamente de tema dijo:

— Le voy a preparar el almuerzo…

La Piaf termina de cantar la última banda del long play…Vuelve el recuerdo de mamá, su abandono, el reencuentro cuando estaba estudiando, su éxito en Buenos Aires, la beca que la llevó a instalarse en París y más tarde, mi necesidad de viajar para verla. Allí mi sorpresa. Me esperaba ansiosa, en el aeropuerto, junto a Simone. Se la veía radiante. La turbación que produjo la presentación se resolvió, naturalmente, de allí en más. Las dos estuvieron todo el tiempo pendientes de mis necesidades. Mi permanencia transcurrió en un clima de celebración.

Ese reencuentro fue distinto al anterior; ella estaba pasando su mejor momento y la hacía más permeable a los afectos. Nuestro vínculo mejoró. Simone daba espacio para ello. Recordé la frase de mamá cuando todavía compartíamos esta casa: “La vocación es como el amor, si no tiene respuesta no sirve”. Ella había logrado las dos cosas. A poco de llegar a París se habían conocido. Simone fue quien la introdujo en el circuito comercial del arte; como marchands estaba vinculada a las ciudades más importantes de Europa. 

Mi permanencia se prolongó mucho más de lo pensado y me dio acceso a un mundo distinto. Con mi cámara fotográfica no dejaba de plasmar lo que me rodeaba.

A los pocos días de regresar a Buenos Aires recibí un telegrama que anunciaba el accidente. Conducía Simone.

Luisa sale de la cocina y pasa por la galería con la escoba en la mano.

       — Se terminó la música; es la que escuchaba la señora Victoria, ¿no? Sin dar lugar a respuesta abre la puerta, sale al jardín. Observo el brazo del Wincofón, apoyado sobre el círculo final del long play; insiste con la púa, como pretendiendo lograr sonidos que ya quedaron atrás. Me levanto, tomo el disco, vuelvo a colocarlo en el dispositivo; éste lo impulsa, cae, nuevamente la voz de la Piaf me abstrae… Cuando regresé de Francia, corría la década del setenta.

 Las fotos del viaje fueron el disparador. Las ordené, armé distintas secuencias, descubrí otros mensajes…, y supe lo que quería. Tomé cursos de fotografía, desocupé el dormitorio que había sido de papá y monté un laboratorio de revelado. Empecé a recorrer Buenos Aires con la cámara, luego las provincias; más tarde viajé a los países de alrededor. Al regreso seleccionaba el material de cada viaje. 

La transformación del negativo era un momento mágico, las imágenes al plasmarse delataban otros aspectos de la realidad. Cuando Gerardo observó el trabajo destacó el contenido social, me sugirió organizar exposiciones y publicar un álbum, sin dejar de advertirme la agitación política y social que se vivía en el país. Acepté el desafío, había encontrado mi verdadera vocación y no mediría el costo. Le pedí que comenzáramos con la selección del material y que él se encargara de la parte editorial y distribución.

       Lanzamos el álbum junto a la primera exposición. En la presentación conocí a Alejandro, se acercó, se presentó absorbiendo la mayor parte de mi tiempo durante la muestra. Cuando ya no quedaba casi nadie nos despedimos, ultimé detalles con los organizadores y me retiré. Llegué al departamento a media noche. De inmediato sonó el teléfono. “Hola, ¿llegaste?” era su voz “¿Cómo conseguiste mi número de teléfono?”, respondí. “¡Cómo no conseguí la dirección podríamos estar tomando un café!”, desafió. “¿Tan seguro estás?”, contesté. “¿Vos no estás segura de querer tomarlo?”, rebatió. Siempre había controlado este tipo de situaciones. Para mi sorpresa, esa vez no fue así. Turbada, tratando de salir del paso, respondí: “De lo que estoy segura es de querer descansar; el día fue intenso”. “Entonces te dejo descansar.” Resuelta, dije: “Gracias”. Con decepción escuché como se cortaba la comunicación. Confundida, me acosté. En la oscuridad quise reconstruir su imagen sin lograrlo. Recordaba su voz, su forma de mirar. Traté de repetir el ejercicio, sin éxito, hasta que me dormí. A las siete de la mañana me despertó el teléfono. “¿Descansaste?” Era su voz. Tragué saliva para darme tiempo a que mi voz no me traicionara. “Dormí”, respondí: “¿Decime dónde desayunamos juntos?” Era evidente que volvía a embestir  “¿En algún momento pensaste que tengo agenda?”, dije para salir del paso. “Yo también tengo agenda, pero no someto todo a ella”, contestó rápido y desafiante. “Dame media hora y nos encontramos en la esquina”. Ya no daba para conversación telefónica. “¿En qué esquina?”, preguntó. “Santa Fe y Callao, allí me vas a encontrar”.

Cuando entré a la confitería lo reconocí de inmediato. Al verme, se levantó. Llevaba un traje oscuro, la corbata con el nudo flojo mostraba el primer botón de la camisa desabrochado. 

Nos sentamos, llamó al mozo, que tomó el pedido, y sin perder tiempo siguió con el mismo tono: “Anoche resultó corto el tiempo”. Me di cuenta de que lejos de molestarme me desafiaba. “Sí, me di cuenta cuando lo quisiste alargar por teléfono, pero eran las dos de la mañana”, dije a modo de leve reproche. Sin darse por aludido, respondió: “Nos despedimos, te fuiste, todo demasiado rápido”. El mozo se acercó, sirvió los dos pocillos, me dio tiempo a sesgar la conversación. Mirando la calle por la vidriera, dije: “No está mal desayunar aquí, siento que estoy iniciando el día fuera de la casa. Hoy tengo mucho por hacer”, sin dejar de mirarme, soltó: “Todavía no sabés lo que vas a hacer ni lo que te va a pasar”. 

Interrumpí, diciendo: “Y vos, ¿qué? Vivís minuto a minuto”. No daba tregua y continuó: “Cuando algo me interesa, no pienso en la agenda. Ayer no sabía que tu obra me iba a impactar, que te iba a conocer, que podía verme en tu mirada tan clara y tan firme, que hoy iba a estar desayunando con vos y que quiero seguir estando con vos”. Yo bajé la mirada, corté el sobrecito de azúcar descargándolo en el cortado, que el mozo terminaba de servir. Todo con lentitud, para darme tiempo. “Gracias por lo de la obra.” Levanté la mirada; inquieta agregué: “Se te va a enfriar”. 

Sin inmutarse siguió mirándome, ahora en silencio. Tomé un sorbo del cortado, dejé la taza y, respondiendo a su mirada, le pedí: “Hablame de vos, ¿qué hacés?” Se recostó en la silla y comenzó a hablar. Le había dado lugar para que hiciera una exposición magistral, que terminó, otra vez, con la ponderación de mi trabajo: “Terminé hace un año abogacía y tengo una ayudantía en la Universidad de La Plata. No creo que ejerza la profesión. Mi compromiso con la sociedad lo entiendo desde otro lado; mi vocación es la política, y ayer, cuando vi tus fotos, encontré un mensaje con el que ni el mejor orador hubiese podido expresar lo que está pasando en la región”

Cortando su locuacidad, contesté: “Tenés una historia corta”. Bajando la voz, sin dejar de mirarme, lanzó: “Mi historia empezó anoche”. Pregunté: “¿Vivís en La Plata, entonces?” “Vivo un poco en cada lado. A La Plata viajo a dar clase; el resto de mi tiempo lo paso donde la necesidad me lo exige. ¿Vos, viajás con frecuencia?”

No quise dar mucha información. Deslicé: “Lo hice tiempo atrás. De ahora en más no sé cómo serán mis días”. Sin aviso, disparó: “Conmigo”. Terminé el cortado y le advertí: “Es media mañana y tengo citas pendientes”. Rápido volvió a descargar: “Estás escapando”. “A lo que no escapo es a mi realidad.” “Tu realidad ya es compartida.” No daba respiro y yo lo necesitaba. “Seguimos esto en otro momento”, dije. Sin moverse de la silla, agregó: “Qué no pase mucho tiempo”. Me levanté diciendo: “Nos hablamos”. Se paró, no contestó, su mirada pegada a mi espalda me siguió hasta salir de la confitería, y mucho más, así me lo hizo sentir.

Al contrario de lo que le había expresado, no continué con mis compromisos, volví al departamento. Traté de sacarme la nueva situación de la cabeza. Hice llamados telefónicos, atendí otros y terminé cancelando los compromisos que tenía para ese día. Salí a la calle sin rumbo fijo, y más tarde me encontré en un cine sin saber qué película estaba viendo. No podía negar lo que sentía. Alejandro se instaló en mi vida y en mi departamento, casi al mismo tiempo. Su compromiso político era cada vez más radicalizado; mi trabajo también se fue tiñendo ideológicamente; me hacía sentir más unida a él. Al principio mis viajes fueron cortos; los de él también. Eso hacía que pasáramos juntos la mayor parte del tiempo. Cuando regresaba, me había quedado trabajando hasta tarde; era el pretexto para oír el ruido de la llave en la cerradura. Escucharlo me calmaba la ansiedad; su presencia era alivio y seguridad. Más tarde, acostados y con la luz apagada, él comenzaba a hablar. Eso hacía que me sintiera parte de su espacio interior. Su preocupación por la injusticia y el dolor ajeno era una constante. 

Los comentarios terminaban siempre en episodios asociados a su padre. “El viejo me arrinconaba, me llenaba de piñas y patadas; a veces zafaba y salía disparando, me iba a lo del Palo, que me hacía el aguante. Tenía que esperar a que se le pasara para volver a casa. Cuando era más chico, después de la paliza me encerraba. La vieja lo convencía para que saliera de la casa; entonces ella me traía algo para comer y sin hablar me acariciaba…” Así los monólogos se repetían con algunas variantes; rara vez dejaba de mencionar a Palo; lo había conocido una noche en un bar de mala muerte, de allí en más fueron inseparables. Yo, abrazada a él y escuchándolo, terminaba durmiéndome. Dormirme primero me hacía sentir cuidada, protegida. Al día siguiente, cada uno partía a lo suyo. Con el tiempo, sus ausencias se prolongaron. A su regreso, hablaba cada vez menos, dormía unas horas y luego volvía a irse. 

Quedé embarazada. Se habían cumplido tres meses cuando Alejandro regresó de uno de sus viajes y se lo comuniqué. “¡No te das cuenta que es una inconciencia! No puede venir a este mundo, dijo gritando con firmeza!” Decepcionada, a la vez, contesté: “Será nuestro, no del mundo”. Su respuesta fue un portazo. Me di cuenta que el hijo solo sería mío. Habían pasado más de tres meses sin que tuviera noticias de él. Una noche, tarde, revelaba en el laboratorio trabajos para una revista española, cuando sonó el teléfono. Atendí, era Palo que decía: “Carmen…” Al escuchar su voz no tuve buen presentimiento. “Lo mataron, Carmen, lo mataron al Alejandro.” No entendía nada: “Cómo que lo mataron, ¿a dónde?, ¿cómo lo sabés?”, pregunté. “Me iba a encontrar con él; yo iba por la vereda y cuando doblé la esquina lo vi salir de la casa; pasó un auto y le tiraron. Quedó tendido en la vereda…” Gritándo lo interrumpí: “¡Y lo dejaste solo!" Se hizo silencio: “Hola, hola, ¿estás ahí?” Volví a escuchar su voz estrangulada por el miedo: “Yo crucé y seguí caminando pegado a la pared. Me fui por la otra cuadra y le di, le di hasta que llegué a la estación. Desde el público llamé a la casa; no me contestó nadie. Yo me vuelvo a la provincia; seguro que andan detrás de mí también”. “De qué casa me estás hablando”, volví a inquirir angustiada, intrigada por esa casa de la que Palo hablaba con tanta pertenencia, sintiéndome excluida de la situación. Palo cortó.

 El dolor me dobló el cuerpo sacándome del aturdimiento. Me tomé el vientre con las manos; sentí cómo la sangre tibia escurría por mis piernas. Llamé a Gerardo; acudió inmediatamente. Luego la ambulancia, el quirófano, la media cara del cirujano tapada por el barbijo, yo repitiéndole cada vez con menos fuerzas: “Que no se muera, doctor, que no se muera”. Luego, todo difuso. Más tarde, aturdida, desperté en un cuarto extraño. Mi vientre chato, vacío, la nada. A mi lado, Horacio, tomándome de la mano: “Ya pasó, Carmen. Vas a tener que ser fuerte; aquí no estás segura y a tu departamento no podés volver. Ya está arreglado el lugar donde te vas a restablecer. Hablé con Gerardo y coincidimos que tenés que abandonar el país. Me voy a encargar de que lo hagas sin riesgo. A la noche vuelvo.” No pude responderle, no estaba en condiciones de tomar ninguna decisión. 

Traté de cambiar de posición, me pesaba el cuerpo, la cánula del suero me ubicaba en la realidad. En la penumbra del cuarto el silencio terminaba lejos; desde allí se escuchaban pasos perdidos, puertas que se cerraban. Abandoné el sanatorio de noche, acompañada por Gerardo. Llegamos a un departamento desconocido donde me restablecí. Más tarde supe que el mío había sido allanado la noche que me interné. Donde estaba no tenía forma de comunicarme con nadie; mi única conexión con el afuera eran Horacio y Gerardo. Creo que pasé más de tres semanas allí, encerrada, llena de interrogantes, de dolor. 

Quería entender las ausencias de Alejandro, su negación ante el embarazo; lo quería justificar pensando en la visión que él tenía del mundo, en su dura relación con el padre, hasta que aparecía la voz de Palo diciéndome: “Lo vi salir de la casa”. Y luego: “Llamé a la casa”. No entendía que Alejandro tuviera otra casa, otras llaves que sonaran, como sonaban anunciando su llegada al departamento, cuando lo esperaba ansiosa revelando en mi laboratorio, haciendo tiempo para que regresara; escucharlo y dormirme abrazada a él. 

Me preguntaba si yo había tenido vida propia. Allí surgía la certeza, había vivido lo ajeno como propio. Tan lastimada estaba que pensé que la relación había sido inventada por mí, que el amor también había sido inventado por mí. Pasaron esos días en lo que estuve sumida en una profunda confusión, hasta que llegó Horacio con mi salida del país resuelta: “Todo va a estar bien, Carmencita, no nos vamos a dejar de ver”.

Partí a Barcelona sin entusiasmo y sin lamentar el emigrar. Comencé una nueva vida, en la que la presencia de Horacio nunca faltó. Me visitaba dos veces al año; festejábamos nuestros cumpleaños juntos. La edición del libro me había vinculado con editoriales de Europa, y el material interesó por su contenido. Mis trabajos reflejaban el momento de descrédito por el que pasaba Argentina y la región.

Parada, de espaldas a la estufa, siento el calor de las brasas; me trae nuevamente a la realidad. Luisa barre los caminitos del patio, la Piaf terminó de cantar; retiro el disco, lo guardo, llevo la bandeja del desayuno a la cocina. Vuelvo a pasar por delante de la estufa. Veo el frasquito con la etiqueta arrancada y la fórmula borrosa, lo tomo, empiezo a ver más claro cuando lo tengo en la mano. Sigo al cuarto de papá, nada fue cambiado de lugar, todo está como cuando él lo ocupaba: el pesado crucifijo en la cabecera, de bronce como la cama, una cajonera a un lado y una mesa de luz al otro, el ropero y la cómoda en paralelo, dos marcos ovales con las imágenes de los abuelos que parecen custodiar el lugar. La madera oscura de los muebles atenúa aún más la luz que se filtra por las celosías; las abro y expongo la etiqueta a los rayos de luz que entran, y puedo leer con mayor claridad la fórmula escrita. Todo vuelve.

 Manuela cerrándole los ojos, haciendo una mueca que le alumbra el rostro. Sigo al escritorio y busco en la enciclopedia información sobre el arsénico. Recuerdo las palabras de Horacio: “aparecen valores de arsénico muy altos. Me preocupa ya que el agua de la zona lo contiene, pero en porcentajes aceptados para el consumo humano”. Una vez más, como en el cuarto oscuro, cuando el negativo va revelando las imágenes definitivas de lo que sería el retrato, se iban descubriendo los enigmas que me rodearon. Salgo nuevamente a la galería, miro por el ventanal, observo los caminitos ahora despejados de hojas. Vuelven a dibujarse los canteros que había trazado mamá. La puerta se abre, Luisa entra:

        — La hiedra le va a tapar la casa, ya se ha escapado por los techos y se asoma en el frente. Una buena podada no le va a venir mal, cuando mucho echará más raíz… No es el mismo el jardín de la señora Victoria; con ella había flores todo el año. Después, cuando empezó a pintar, no tanto.

— ¿Sabías que mamá falleció en un accidente?

Enderezando la punta de la escoba contra el piso, dice:

— Aquí se supo. Clara, la que fue su profesora un día me paró en la calle y me preguntó por usted. Le habían contado lo de la señora Victoria. — Se detuvo desvió la mirada y agregó— : Se mató, me dijo. — Sin hacer más comentarios salió a barrer la vereda.

Muerto. Se mató. Lo mataron. Que no se muera, que no se muera…

Cuando Luisa vuelve a entrar, pregunta:

—¿Le pasa algo?

—¿Decías?

—Si le pasa algo.

—No, todo está bien. ¿Podrás seguir atendiendo la casa?

—Le dije, tiempo es lo que me sobra. —Me observa y pregunta: —¿Qué va a hacer con la ropa que hay en el cuarto?

—No lo sé.

Yo me encargo.

—Ya es mediodía, el carillón del reloj del comedor acaba de dar doce campanadas. Luisa vuelve del cuarto de mamá.

—Llevé el bolso a su cuarto, le ordené la ropa y también le preparé la cama; puse una frazada, después de la lluvia esta noche seguramente estará fresco. El almuerzo también está listo, ¿se lo sirvo en el comedor?

—En la cocina, el comedor debe estar frío.

Va a la cocina, no tarda en volver.

—Ya está servido, no deje que se enfríe la comida. —Deja el abrigo y la bolsa de red sobre el sillón, se cubre la cabeza con el pañuelo, lo anuda debajo del mentón, se pone el abrigo, toma la bolsa y dice:

 —Hasta mañana.

—Cuidate, Luisa.

Sale con paso lento, silenciosa. Desde el horno el aroma de carne asada, con mezcla de especias, me recuerda que todo está listo para el almuerzo… A continuación, escucho, cómo la puerta de calle se cierra de un fuerte golpe. Años atrás, en esta misma casa el anuncio lo hizo una brisa a la madrugada. Pasan pocos minutos. Suena el teléfono. Atiendo.

—Carmen, Horacio acaba de morir. —Fernando dice lo que ya sé.

—Después te llamo —atino a contestar.

Tres días atrás había llegado al país por pedido de Gerardo. Días antes de mi cumpleaños, sonó el teléfono. Atendí convencida de que era Horacio que anunciaba su llegada a Barcelona. Todos los años viajaba para festejar juntos. Mi sorpresa fue cuando escuché la voz de Gerardo diciendo: “Horacio está internado, el pronóstico no es bueno y reclama tu presencia Carmen”.

Cuando desembarqué en Ezeiza, allí estaba esperándome. Seis años habían pasado sin vernos. Algo encorvado, con la mirada atenta, me ubicó rápidamente, fuimos a mi departamento, allí me dejó. “Llamame para lo que necesites.” Su actitud, como siempre, era incondicional. Quedé sola ante lo me pertenecía y me era extraño a la vez. Antes de desarmar mi equipaje llamé a los Carranza. Me confirmaron la gravedad de Horacio y su reclamo. Salí a la calle, se respiraba un clima distinto.

 Nueve años atrás, cuando partí, el aire era apretado y hasta costaba respirar. Caminé hasta tarde, la pegatina de afiches, los diarios y revistas que exponían los quioscos hablaban de la apertura de la democracia. Buenos Aires empapelada con la propaganda de los partidos, políticos, haciendo propuestas imbatibles, era un paisaje desconocido para mí. Saqué pasaje para viajar a Médanos, volví al departamento. No soportaba estar allí; puse lo necesario en un bolso y decidí dormir en un hotel. Al día siguiente tomé el único tren que partía por la tarde. Las frecuencias se habían reducido, el coche comedor había sido reemplazado por una barra donde vendían sándwiches de milanesa y gaseosas. El viaje se hizo largo, la formación de tanto en tanto se detenía en el medio del campo. Recordé lo que escuchaba decir a mi abuelo: “cuando los ferrocarriles eran de los ingleses, el reloj se ponía en hora con el paso del tren”.

Llegué a Médanos cuando anochecía. Bajé del tren y escuché una voz; era Fernando:

—¡Eh!, Carmen, aquí estoy, vine a esperarte. —Nos abrazamos, era encontrarme con un hermano.

—Tengo el auto estacionado enfrente, ¿te llevo a tu casa?

—Antes quiero ver a Horacio.

—No hace otra cosa que preguntar por vos. Está lúcido, pero no creo que pueda salir de esto.

Llegamos a la clínica, entré a la habitación. Respiraba con dificultad. Al escucharme abrió los ojos. Me senté a su lado; balbuceaba, quería decir algo:

— No hables, no te hace bien —le dije. No hacía falta, su mirada me trasmitía una certeza, como todas las que en la casa de Médanos se iban a ir revelando. Le acaricié la cara, apretó mi mano respondiendo al gesto sin soltarla y esperé a que se durmiera. Aflojé su mano, la acaricié; estiré el doblez de la sábana, le acomodé la almohada, acaricié nuevamente su mejilla y abandoné el cuarto. Afuera, Fernando esperaba:

—¿Te llevo?

—Gracias, prefiero caminar, el bolso es liviano. Si te parece, mañana conversamos. —Asintió y nos despedimos con otro abrazo.

Salí a la calle, el aire estaba frío, comencé a caminar a paso lento; el alumbrado dejaba ver la cal que uniformaba los árboles podados sin piedad, con sus muñones apuntando al cielo nublado, sin estrellas. Pensé si se acercarían tiempos en que les perdonaran a las ramas despedir el otoño llorando hojas amarillas. Llegué a la casa, abrí la puerta de calle; el olor a cera la impregnaba. La recorrí, elegí el cuarto de mamá, dejé el bolso y rendida por el cansancio solo atiné a sacar el pijama. Hacía frío, me acosté en la cama que había sido suya; arropada con el edredón que la cubría me dormí hasta la mañana siguiente. Desperté en medio del silencio…, hacía frío…

Entro a la cocina, me detengo frente a la ventana, miro la hiedra: todavía le quedan pequeñas gotas de lluvia prendidas en sus guías; el sol las hace brillar. Con los ojos empañados no dejo de mirarlas y pienso: en un solo día se unieron todas las piezas. La mesa está puesta con el esmero que siempre la caracterizó; a la jarra con agua la atraviesa un rayo de sol que hace foco sobre el mantel a cuadros, planchado de manera impecable; a un costado del plato la panera con rodajas de su pan casero, una jarrita con dos capullos de rosa completa la escena. En el horno, la carne asada sazonada, como solo ella lo sabe hacer, me despierta el apetito. Almuerzo sin apuro.

 Cuando termino recorro la casa, voy a mi cuarto, abro el guardarropa, saco la ropa y el bolso que Luisa guardó. Dentro de él, con lentitud, vuelvo a poner la misma ropa que traje. Salgo al jardín, lo camino. Es media tarde, entro a la casa, vuelvo a recorrerla; en el escritorio veo el frasquito marrón, lo tiro en el cesto de los papeles. La luz entra por las ventanas, las dejo como están. Mañana, Luisa se encargará. Busco el bolso, me abrigo y llamo a Fernando:

—Vuelvo a Buenos Aires, desde allí me comunicaré con vos.

—Te vamos a seguir extrañando, Carmen.

—No por mucho tiempo, pronto nos vamos a volver a ver.

Salgo a la vereda, cierro la puerta de calle con llave. Camino despacio bordeando el pueblo, evito encuentros y me encamino hacia la estación de trenes. No tengo que esperar, en media hora estoy sentada al lado de la ventanilla. Veo cómo, con la velocidad que alcanza el tren, las varillas de los alambrados dejan de estar fragmentadas; se unen para convertirse en una empalizada compacta.


 Del otro lado, la mirada se me pierde en la llanura inconmens
urable, con verdes que alternan el marrón de los pastizales. Ya no es la pampa de mi infancia, con cardos rusos rodando empujados por el viento, hasta quedar enhebrados en los alambrados. Dicen que desde que se construyó la represa de El Chocón cambió el clima, que ahora llueve con más frecuencia. Me pierdo en reflexiones, después de haber podido repasar mi historia en poco más de un día, de sentir que el abrazo de Horacio me había dado la certidumbre de lo que de siempre sospeché, de los seis años vividos lejos de mi país, al que ahora siento que podría pertenecer. El tren con su marcha monótona se interna en la tardenoche e invita a dormitar. Cuando despierto, amanece, estamos entrando a Buenos Aires. Pienso en Médanos, fue un tiempo, un espacio.

FÍN

MARTA PUEY 



DISEÑO DE TAPA - Laura Jakulis

FOTOGRAFÍAS:  Ana Maria Zorzi -  Marta Puey


Atrapados por la Imagen



EDITORIAL -  ATRAPADOS POR LA IMAGEN - 


Segunda edición 2023


Clasificación Comercial Nacional: LITERATURA / LITERATURA ARGENTINA / NARRATIVA / NARRATIVA CONTEMPORÁNEA ARGENTINA

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ATRAPADOS POR LA IMAGEN

Administración:


Tesi Salado


Isa Santoro


 Luisiana Ayriwa


Laura Jakulis


Licencia Creative Commons
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10 comentarios:

  1. Marta, nunca dejes de escribir, es tan exquisita tu escritura, cómo he disfrutado este Cardo Ruso, pude ver a través de tus descripciones, cada uno de los personajes y adentrarme en la vida de Médanos! Gracias, gracias infinitas! Fue un verdadero placer esperar cada domingo un nuevo capítulo, hasta el final! Un abrazo inmenso!!💜

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    1. Cuánto querida Isa, Ellos, al oído me contaron todo, solo me propuse escuchar.
      Abrazo grande!❤️

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  2. ¡Querida Marta, como siempre me sucede, cada vez que termino un libro al cual le tomé tanto cariño como a Cardo Ruso y cada uno de sus personajes, me queda una tristeza inexplicable por haber llegado a su fín, pero también sé que los personajes seguirán resonando aunque pase mucho tiempo y esto es gracias a tu mágica escritura!! ¡Solo tengo agradecimientos por hacernos sentir parte de Médanos!!!! ¡Gracias amiga por tanto!!!!

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  3. Laura, tu estímulo hizo que CARDO RUSO volara por los caminos que la virtualidad elije, tu edición le dió el marco para que recibiera devoluciones que enriquecieron la historia... es mucho, más de lo imaginado. Gracias por siempre!

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  4. Acabo de terminar ¨Cardo Ruso¨ Marta, la empecé a leer ayer y me atrapó, empecé por el último capítulo, como me interesó mucho, busqué el primero y desde ahí no paré. Me resultó muy entretenida, muy bien escrita, el hecho de que cada personaje cuenta su visión de los hechos la hace muy interesante, cada uno muestra sus sentimientos, sus prejuicios y su manera de entender la vida. Felicitaciones Marta, hermoso trabajo!!!

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    1. Gracias Mercedes!, Los personajes me encontraron y me dieron la tarea de escribir lo que ellos expresaban, Ellos y Ustedes, los lectores completan una historia en la que solo fui intermediaria.

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  5. Ha llegado el momento de despedirnos de Cardo Ruso, a través de tus precisas descripciones, hemos conocido a fondo las personalidades de los personajes, así como las costumbres y el apacible ambiente de los pequeños pueblos de la pampa argentina. Cada domingo, tus entregas nos han transportado a otras épocas y nos han sumergido en el fascinante mundo de estos personajes tan entrañables.
    Querida Marta, quiero agradecerte sinceramente por tu arte. Tu habilidad para tejer historias ha sido un regalo para todos nosotros. Te felicito por el éxito de Cardo Ruso y te deseo lo mejor en todas tus futuras publicaciones.Un abrazo.

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  6. Tesi querida, reitero lo dicho otras veces, la agradecida soy yo, fueron ustedes quierenes dieron a CARDO RUSO la oportunidad de volar alto y lejos. Gracias por estar, volcar tu generosas devoluciones en cada cápitulo y por tu tiempo.

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  7. Gracias Marta. Excelente novela, ya empiezo a compartirla. Exquisita manera de introducirnos en distintos mundos, incógnitas develadas por insinuaciones, sensaciones de opresión y alivio, quisiera no terminar nunca este momento de los domingos de compartir tu creación! Gracias Atrapados y gracias Marta por ser la escritora que sabe estar siendo!!!!!!

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  8. Las historias las completan los lectores con su presencia, sus devoluciones y en tu caso con la generosidad de compartirlos.
    Gracias Susi por conocerte!!

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