Cuentos y Relatos
Presenta:
La perla de “El guardián”
Del Escritor:
PEDRO PABLO LILLI
"Artista de Atrapados por la Imagen"
Ilustración: Imagen libre de derechos.
Edición: Editorial Atrapados por la Imagen
RL-2022-18030193-APN-DNDA#MJ
I
Durante
toda mi infancia y hasta que entré a la Universidad, veraneábamos los tres
meses en Quequén. Igual que otras familias, considerábamos ese balneario nuestro
lugar en el mundo, indiferentes a la fama, no del todo injusta, de ser ventoso
y de aguas muy frías. Las escasas infraestructuras turísticas se compensaban
con la serena belleza de su amplia playa y la cercanía con Necochea, del otro
lado del río.
Los chicos, con poca diferencia de edad entre nosotros, crecimos reencontrándonos todos los veranos. Formábamos “la barra de Quequén” como, cada uno en su ciudad, la recordaba durante el resto del año. Los juegos infantiles y las travesuras evolucionaron en bicicleteadas y beach volley, para luego, en discotecas y fogones frente al mar. Estoy hablando de las décadas del '50 y del '60 que hoy me parecen de la Prehistoria.
A partir
de los dieciocho preferí viajar de mochilero y otros destinos ocuparon mis
vacaciones de ahí en más. Las primeras, las compartimos con algunos de la barra
y después nos fuimos perdiendo, como siempre pasa.
Volví a
Quequén, recién después de veinticinco años; había crecido, pero mantenía ese
encanto que la diferenciaba de todas las localidades balnearias de la Provincia
de Buenos Aires.
Una
tarde, a la hora de la siesta, salí a caminar. Muchos de los terrenos
descampados, de suelo arenoso y cubiertos de cardos, donde de niños jugábamos a
los cowboys, habían sido loteados y construidos.
La
Proveeduría Los vascos, de los padres de Dany, estaba cerrada y abriría a las
cinco.
Llegué
hasta “El guardián”. La casona con apariencia de torre medieval en el centro de
un parque delimitado por gigantescos eucaliptus se veía en mal estado. Un
enorme camión cargado con troncos, bolsones de arena y cemento, junto a bloques
de ladrillos, estaba estacionado a un costado del portón de acceso.
Me acerqué,
curioso. Un hombre atlético, de Lacoste azul marino y pantalones blancos daba
indicaciones al capataz de los obreros que trabajaban adentro. Sin pedir
permiso, como quien entra a su propia casa, ingresé para obtener información.
- Hay mucho por hacer. El incendio causó estragos, pero es una construcción fuerte, con buenos cimientos.
- Es de 1891 – afirmé dejando en claro que sabía muy bien de qué estábamos hablando- Estaba escrito en ese escudo sobre la puerta que el fuego destruyó.
- No la sabía tan antigua. La vamos a consolidar, cambiar el frente, la forma del techo…Va a quedar irreconocible- se ufanó.
- ¡No! ¿Por qué? – me alteré.
- Para borrar su historia.
- ¿Borrarla? ¡Tendría que ser patrimonio histórico de Quequén! No hay tantas casonas de estilo, de esa época, además…
- Amigo, aquí funcionará un complejo de apartamentos de lujo. Su imagen no debe recordar que esto fue un quilombo de puerto; un prostíbulo que terminó en manos de una pareja de drogadictos que se cagaron a tiros y prendieron fuego todo. ¿Se entiende?
- ¿De qué habla? ¿Qué está diciendo?
- Si me permite voy a seguir trabajando. Buenas tardes.
II
Eran las cuatro. “Los vascos” abriría en una hora. Prendí un cigarrillo que pité buscando sentirle el sabor de los de la noche del debut en “El guardián”. Tenía quince años, en el `65, fumaba a escondidas de mis viejos, era muy bueno barrenando y no pegaba una con la amiga que me gustaba.
Me encaminé hacia la
proveeduría esperando encontrar a Dany ¡después de veinticinco años! En el
trayecto rememoré la tarde previa: la barra de varones (todos entre los quince
y los diecisiete), volviendo de la playa al anochecer, pasando frente a la
casona, justo mientras se encendía el cartel de neón sobre la puerta. “El guardián.
Copas y Amigos”.
- Tenemos que entrar- dijo Abel, que era el más grande y llevaba una gorra “de la aviación militar belga, heredada de su abuelo paracaidista durante la Segunda Guerra Mundial”- Los voy a traer a cojer. Ya están en edad.
Cruzamos
la puerta y nos encontramos con una enorme escalera de madera lustrada; hacia la
izquierda, una habitación con barra de bebidas, mesas y sillas; a la derecha,
los baños. Salvo una muchacha que
repasaba los pisos de parquet, no había nadie.
Una vez en la calle, Abel nos devolvió la ilusión.- ¿A qué hora abren?
- A las nueve.
- Bien. Somos cinco. Imagino que nos harán precio, incluyendo una consumición.
- Eso tienen que hablarlo con Madame Sophie, que todavía no llegó.
- Bien. Aquí estaremos.
- Vengan con documento. Menores de dieciocho no pueden entrar.
- Tranquilos. ¡Hoy, van a cojer!
III
El punto
de encuentro con la barra (Abel, Dany, Marito, Gabriel y yo) era la esquina de
la casa de Abel. Nos habíamos puesto de acuerdo para decir todos lo mismo en
las respectivas casas, para justificar cenar muy temprano y pedir algo más de plata
que lo habitual: iríamos a bailar a Necochea para festejar el cumpleaños de un
tal Carlos, amigo de la playa.
Dany se
ocupó de conseguir los forros, sustrayéndolos de la proveeduría.
Mientras
esperábamos a Gabriel que se demoró un rato, fumamos un par de puchos y compartimos
la petaca de wiski que le saqué a mi viejo, a escondidas antes de salir.
- Disculpen. Me demoré porque quise hacerme una paja antes de venir, para durar más.
- ¡Pero qué boludo!
- ¡Es un Paja brava! ¡Ve una rodilla y se va en seco!
A las
nueve y media tocábamos timbre en “El guardián”.
Nos
recibió una señora de cabellos bordó, la cara muy pintarrajeada y con una
carpeta entre las manos que apoyaba sobre los pechos que le sobresalían del
escote.
Al vernos
sonrió casi divertida. Después se puso seria. Encaró directamente a Abel que
estaba adelante de todos:
- ¿Edades, caballeros? - Abel quedó petrificado y al fin, con voz de pito, respondió:
- Mayores de edad.
- Veamos los documentos. No quiero problemas con la Policía.
Nos miramos con cara de perro boludo.
- Venimos a festejar el cumpleaños- se me ocurrió decir, tragando un gallo.
- ¡Qué buena idea! ¿Y quién de ustedes es el cumpleañero?
- Todos – perdido por perdido, me la jugué.
Largó una carcajada y nos hizo entrar.
- Pasen por Caja, retiren el cupón y después vienen que los anoto en la lista. Otra cosa: no tomen alcohol “antes”, como hacen estos borrachos- dijo señalando a tres tipos en el salón- déjenlo para “después”. Mi nombre es Madame Sophie, para servirlos. - se explayó con un acento francés muy poco creíble.
Esperamos nuestro turno,
parados contra la pared, a un costado de la barra, porque no nos animamos a
sentarnos a una mesa. A escondidas compartimos una vuelta de petaca. El local,
poco a poco se fue llenando de clientes, en su casi totalidad camioneros y marinos
de ultramar. La música era pegajosa y el aire insano. Antes de que nos diéramos
cuenta, comenzaron a llegar las chicas que se fueron distribuyendo entre las
mesas y la barra. Fumamos otro pucho y dimos otra vuelta de petaca.
- ¿Y ahora qué hacemos? - le pregunté a Abel que era el único con experiencia.
- Tenés que esperar que te llamen. Para eso estás en la lista.
Pasó media hora sin que
nadie nos llamara y en tanto veíamos como, clientes anotados después de
nosotros, subían a las habitaciones acompañados por sus respectivas putas. Me
acerqué a un tipo gigantesco, un camionero de camisa a cuadros y
prolijamente peinado con fijador, que hablaba alegremente con
el barman. No me dio vergüenza preguntarle cómo era
el asunto de los turnos, porque nosotros habíamos llegado entre los primeros.
Me miró de pies a cabeza.
- ¿Primera vez?
- Más o menos…
- Es fácil. Buscás una minita de éstas entre las mesas; la que más te guste. No importa si está hablando con otros. Te acercás, decís “Permiso. ¿Vamos?” y ya está. Le das el cupón a Sophie y te vas arriba con tu chica. Allá, se encarga ella de que la pases bien.
- ¡Ah! No sabía…
- Tenés la edad de mi hijo. ¿Tercer año del colegio?
- Segundo, pasé a tercero.
- No te apures. Tené un poco de paciencia. Yo te aviso dónde apuntar.
Mis
amigos ya habían hecho sus averiguaciones y habían puesto manos a la obra. Vi a
Marito subir la escalera con una mina fulera de cara, pero con un culo divino y
a los otros encarando lo primero que encontraban. Pasó a mi lado una rubia narigona
de ojos verdes, la misma que habíamos visto a la tarde lustrando el piso, que
me invitó con un cabeceo. El hombre le hizo seña de que “no” y tomándome del
brazo insistió, hablándome al oído:
- Esperá que llegue la perla de “El guardián” … ¡Ahí la tenés!
Por
la escalera bajó una muchacha que detuvo el tiempo y el espacio. Todas las
miradas repararon en ella mientras descendía como una vedette, con un vestido
blanco que ponía en relieve la perfección de sus senos, cintura y piernas. El camionero
me arrastró velozmente, topando cuanto se nos atravesaba y una vez que la
tuvimos a un palmo dijo:
- Perla, mi amigo hoy cumple años. Tiene que ser inolvidable.
Parado
frente a ella, que me fijó atentamente con sus ojos de caramelo y su aire a
Brigitte Bardot, quedé alucinado sin saber qué decir. Un maquillaje muy cuidado
realzaba su extraordinaria belleza.
Sonrió con dulzura y
tomándome de la mano, me llevó a una habitación del tercer piso. Sentí que todo
el salón nos miraba al subir. Escuché un par de chiflidos, un “¡Vamos pendejo!”
y un “¡Perla, matalo!”
-
Esta es la más tranquila. Mi preferida.
Sin darse vuelta pidió:- ¡Qué buena! – había solo una cama matrimonial, una cómoda y poca luz.
- De día, se puede ver el mar desde la ventana. Es muy lindo.
- ¡Ya lo creo!
- Lástima que de noche no se ve nada… ¿Cómo te llamás?
- Alberto.
- Ayudame a sacar el collar y los aritos- me dio la espalda y se levantó el cabello sobre la nuca dejando los ganchitos al descubierto. Me sentí torpe y mi corazón parecía un bombo legüero.
- ¿Podés?
- Sí, sí, puedo- me costó un poco, pero finalmente lo logré.
- Ahora, por favor, desprendeme los botones de atrás, que no llego. - me asaltaba la fragancia de su cuerpo. No era a perfume, era a piel tratada con cremas hidratantes. Mis dedos parecían de madera. La adrenalina me salía por cada poro.
Se
giró, provocadora. Entreabriendo los labios de su boca invitante, dejó que el
vestido cayera al piso. Lo apartó con un pie. Estaba desnuda. Llevaba puesta
solo una tanga color carne. Su piel era dorada. Los pezones, rosado claro. Yo
estaba excitadísimo, a punto de acabarme ahí nomás.
- Vení, acostate, yo te desvisto.
La
luz tenue del velador creaba hermosos claroscuros sobre su figura.
- ¡Qué bronceado! El color te va a durar hasta el invierno, ¡seguro!
- Porque me la paso en la playa…
- A las mujeres nos encantan los hombres bronceados, ¿sabías?
Me
dejó la remera y después de sacarme pantalón y slip estando, yo, acostado boca
arriba, procedió a desenrollar suavemente el preservativo a lo largo de mi pene,
que nunca estuvo más duro. El roce de su mano me hizo estremecer. Se sacó la tanga
y subió en cuclillas sobre mí. Me aferró por los hombros. Sus lolas bien firmes
y sus abundantes cabellos con aroma a crema enjuague rozaban mi cara.
- ¡Alberto! – suspiró apenas estuve adentro, con una voz que no puedo olvidar.
- ¡Hermoso! – exploté. Ella subía y bajaba jadeando como una salvaje. “¡Hermoso!” gemí a cada una de sus embestidas, hasta sentirme un río imparable, desembocando en el mar.
Exhalé a ojos cerrados no sé cuántas veces, repitiendo “¡Gracias, Perla!”.
- Estuviste genial – susurró divertida mientras se incorporaba.
Salí
de la habitación del tercer piso finalmente libre, pleno y catapultado más allá
del paredón de mis fantasías irresueltas, culpas y obsesiones.
IV
Los
dos huevos fritos, el licuado de banana con leche y el chocolate con maní antes
del encuentro, sumado al humo de la sala de espera, los nervios, las vueltas de
wiski, los numerosos cigarrillos a los que no estaba acostumbrado, el shock pasional
y los Gancia con que rematamos la noche, hicieron que al día siguiente me
despertara con un ataque de hígado. Mi madre, exagerada como siempre, llamó a
nuestro vecino médico, el doctor Levy, que pidió revisarme a solas. Cuando le
conté las circunstancias de mi debut, me felicitó con una palmada.
- ¡Alberto viejo y peludo! ¡Nada más ni nada menos que con la perla de “El guardián”!
Por
escrúpulos religiosos, fui a confesarme a la iglesia. El Padre Octavio, al
saber que había estado con Perla, me preguntó:
- ¿Usaste forro? ¿Te lavaste bien, llegando a casa?
Una
vez que le respondí afirmativamente me absolvió enseguida. Esa fue la última
vez que entré a un confesionario.
No
sé por quién se enteró mi viejo. Camino a la playa chocó su hombro contra el
mío y con expresión compinche, tiró:
- ¿Todo bien?
- ¡Más que bien! - sonreí, contento de que lo supiera.
V
A
las cinco, un hombre de mi edad, con barba y algo barrigón, acomodaba un cartel
con las ofertas del día, en la puerta de la Proveeduría “Los vascos”. Era mi
queridísimo Dany.
Pegó
una nota sobre las promociones: “Abrimos mañana a las 8:00” y nos fuimos a
tomar una cerveza a un barcito cercano, frente al mar, de reciente
inauguración. Nos ametrallamos mutuamente a preguntas y respuestas hasta que,
indefectiblemente, salió el tema.
- Recién pasé por “El guardián”.
Miró
para otro lado haciéndome entender que no quería hablar. Después, tocándome un
brazo con el codo, me fijó con la comiquísima expresión que tenía antes de
largar alguna de las suyas. Empezó:
- ¿Sabías que Abel, esa noche, era tan virgo como nosotros?
- ¡Noooo!
- ¿Y que la gorra “de la aviación militar belga, heredada de su abuelo paracaidista durante la Segunda Guerra Mundial”, la había comprado en San Telmo?
- ¡Noooo!¡Qué chanta!
- ¿Qué Madame Sophie era correntina, de Yurucuá?
Me
salió una carcajada y casi vuelco la cerveza.
Siguió
un silencio duro.
- La están remodelando para hacer departamentos. El arquitecto me habló de un incendio, de drogas, de tiros…
- Feo asunto. Olvidate.
- ¡Pero quiero saber! Es parte de mi historia, ¡de nuestra historia!
- Es toda una mierda…- prendió un cigarrillo, me convidó, pero no acepté - La casona estaba floja de papeles, hecho está que, muertos los dueños, la mansión permaneció abandonada por muchos años sin que nunca aparecieran los herederos. Un político local muy influyente y abogado muy sátrapa, se la quedó y abrió el prostíbulo, poniendo de regente a una de sus amantes.
- Madame Sophie…
- Exacto. Como el puerto de Quequén era y es muy activo, el burdel tuvo un rápido crecimiento por la gran cantidad de marinos y camioneros que pasaban por aquí… ¡como lo conocimos nosotros! Madame Sophie, falleció a mediados de los ’70 y su benefactor, viejo, enfermo y perseguido por causas de corrupción abandonó silenciosamente el negocio.
- ¿Y Perla? ¿Y las chicas?
- Ahí va: abandonadas a su destino, siguieron un tiempo, regenteadas, ¿adiviná por quién?
- Por Perla.
- Correcto. Pero hete aquí que un comerciante de Necochea, de dudosa reputación, cliente de la Casa y loco por Perla, le propone cerrar “El guardián” como prostíbulo y hacerlo funcionar como motel. Ella, cansada del oficio, aceptó. Para hacértela corta, la cosa duró poco: no tuvo los resultados esperados, se endeudaron, porque el tipo era un delirante, además de celoso y violento. Cayeron, primero en el alcohol, luego en las drogas livianas y finalmente en la peor. Los últimos años era penoso verlos. La perla de “El guardián” se redujo a una piltrafa, desdentada y casi sin pelos… ¡Tenías que verla! Daba ganas de llorar a los gritos…
- ¡No sigas!
- Alberto, ¡no sabés! En ese estado pretendía prostituirse para conseguir comida…Yo le preparaba un bolsón de víveres para toda la semana…
- ¡Basta!
- Querías saber la verdad, y con esto termino: una noche tuvieron una discusión muy violenta. Uno de los dos le disparó al otro, prendió fuego la casa y luego se disparó. Lo único claro, es que el incendio se inició en el dormitorio del tercer piso.
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