Cuentos y Relatos Presenta a...
CRISTIAN BAUTISTA
"Artista de Atrapados por la Imagen"
en...
Edición: Editorial Atrapados por la Imagen
RL-2022-18030193-APN-DNDA#MJ
Registro de propiedad intelectual
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Con papá nunca pude sacar la
sortija. Nunca. Era cuando él vivía en un departamento de pasillo que quedaba
en el centro por Zeballos o Montevideo. Yo no tendría más de seis años y
recuerdo que, fin de semana por medio, me quedaba con él y me llevaba a la
plaza. Caminábamos en silencio y recién al llegar a la esquina me daba la mano.
Cruzábamos. Papá siempre llevaba un libro debajo del brazo y, a mitad de la
plaza, un poco antes de llegar a la calesita, sacaba del bolsillo un puñado de
billetes y me daba uno. Marrón.
—Te espero acá —me
decía señalando el banco de cemento.
Yo iba corriendo
hasta la boletería y estiraba la mano con el billete. El hombre lo agarraba y a
cambio me daba tres papeles azules, un poco más gruesos y grandes que un boleto
de colectivos. El hombre tenía barba blanca, ancha, un poco más amarilla en las
puntas y, no importaba si hiciera calor o frío, siempre tenía puesto un
sobretodo azul, largo, con dos líneas blancas y gruesa en las mangas, casi a la
altura de los puños.
Seríamos seis o siete
chicos, no más, los que corríamos entre caballos, autos, carrozas y cuando nos acomodábamos, el hombre salía de la boletería,
movía una palanca enorme y la calesita comenzaba a girar.
Yo elegía el caballo negro que estaba casi en el borde. Desde ahí miraba a papá que leía. Siempre leía. Lo recuerdo mientras comíamos en la cocina. Papá con las piernas cruzadas y la mirada fija en el libro al lado del plato; o en las madrugadas. Esas, en las que la luz de su habitación encendida me despertaba. O los sábados en la plaza, sentado en un banco, lejos de la calesita; mientras yo, intentaba, vuelta tras vuelta, sacar la sortija.
Con mamá era
distinto.
Los fines de semanas
que me tocaba estar con ella íbamos al Parque Independencia. También iba Luis. Luis
era el novio de mamá. Los tres comíamos en el carrito hamburguesas con papas y después
cruzábamos y tomábamos helado. A mí me gustaba el helado, pero lo que más me
gustaba era cuando me compraba un algodón de azúcar.
—Parece telaraña — decía mamá.
Algunas veces,
también íbamos a las lanchas del laguito. Luis me salpicaba con gotas de agua y
mamá se reía. Otras veces, subíamos a los botes a pedal. Luis me decía que
podía elegir el color y el número que quisiera.
Yo me sentaba en el
medio y escuchaba a Luis contar historias. Una vez, contó que, antes, mucho antes de que estuviera el laguito, ahí estuvo la primera plaza de
toros de Rosario. Su abuelo Diego había acompañado a la comisión que había
hecho las gestiones con España. También dijo que en la inauguración, su abuelo Diego,
había sido banderillero durante la faena. En todas las historias que Luis contaba
aparecía su abuelo Diego, un actor de teatro independiente, que había trabajado
en Buenos Aires, en un programa de televisión: Titanes en el ring. Según Luis,
su abuelo Diego hacía de un personaje enigmático que, durante las peleas, pasaba
adelante de la cámara con una enorme barra de hielo al hombro. Lo hizo durante
tres o cuatro temporadas. Después, discutió con Karadagián y se fue a trabajar
a un circo donde se hizo muy amigo del
mago que, le enseñó miles de trucos que Luis
conocía y me mostraba sacando monedas de detrás de mis orejas, cigarrillos de mis
bolsillos, chocolatines de mis medias.
Lo que más me gustaba
era cuando Luis tocaba la flauta. No tanto la música sino cuando nos sentábamos
en frente y yo, de reojo, miraba a mamá: los ojos verdes fijos, la sonrisa
abierta.
Un sábado que Luis vino
más tarde, nos dijo de ir al parque de diversiones. Cuando llegamos, mientras
mamá pagaba el taxi, nosotros bajamos y nos paramos en el cordón. La música,
las luces, la gente. Yo había escuchado
hablar en la escuela del tren fantasma, de la alfombra mágica, de la rueda
gigante, todo estaba ahí, tan cerca y con solo cruzar la calle. Recuerdo querer que llegara el lunes y
contárselos a todos en el primer recreo.
Esa noche, Luis me contó
los secretos para manejar en los autitos chocadores y me acompañó en el gusano.
Nos sentamos los dos en el último asiento y recién en la cuarta vuelta pude
abrir los ojos, levantar los brazos, gritar.
Fue cuando bajé de
las tazas. Mamá compraba praliné, Luis hacía la fila para subir a los cisnes y yo
la vi.
Era hermosa. Brillaba
dando vueltas al compás de la música, tenía espejos que multiplicaban la luz y caballos
que subían y bajaban, pintados con ojos enormes y dientes blancos y parejos.
—¿Sabés que si sacás
la sortija tenés otra vuelta? —dijo Luis.
—Sí —dije.
Me preguntó cuántas
veces había sacado la sortija.
—Una o dos —dije.
—¿Una o dos?
—Quizás tres —dije.
Luis me miro fijo: —¿En
serio nunca sacaste la sortija? —dijo.
Esa noche saque nueve
veces la sortija. Mamá sonreía tan feliz.
Cuando volvíamos se
lo dije: Casi saco la sortija.
Papá no dijo nada, me
agarró de la mano y cruzamos Pellegrini. Estaba tan tibia la mano de papá que
apenas subimos a la vereda y él me soltó, me agarré de nuevo. Ese día caminamos
así, de la mano, hasta su casa.
"Calesitas"
Edición: Editorial Atrapados por la Imagen

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La sortija de la calesita, un símbolo. La oportunidad, los dones de la vida, el azahar, el paso del tiempo en cada vuelta y hasta el encuentro fallido
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